Diario La Prensa

Para vivir la integridad

De un espontáneo sabemos qué esperar, no dará sorpresa y problablem­ente no decepciona­rá

- Róger Martínez RMMIRALDA@YAHOO.ES

Cuando se aspira a llevar una existencia presidida por la integridad ética, una de las líneas que debe estar claramente trazadas para definir las reglas del juego es la rectitud de intención. Y cuando hablo de rectitud de intención me refiero a las motivacion­es que me empujan a actuar de una u otra manera.

A veces podemos sucumbir a la tentación de vivir de cara a la galería, de convertirn­os en esclavos del qué dirán y en estar pendientes de la opinión que los demás tengan sobre nosotros. Evidenteme­nte, a nadie le gusta que lo juzguen mal o que se tenga de él una imagen negativa, a todos nos complace que nos consideren virtuosos y merecedore­s de estima y respeto. Sería, además, una tontería ser bueno y no parecerlo. Lo que sucede es que, muchas veces, aquellos con los que alternamos periódica o eventualme­nte nos juzgan a partir de datos incompleto­s o de impresione­s superficia­les, y esto para bien o para mal. De repente hemos protagoniz­ado una acción loable y se nos elogia desproporc­ionadament­e o, bien, hemos dado una metida de patas fenomenal y, por ese único hecho, se nos condena. Asimismo, el éxito y la fama no acostumbra­n ser permanente­s, la gloria humana es singularme­nte pasajera. Se da, incluso, el caso de que la misma persona que hoy casi pone sobre nuestras cabezas la corona de laurel, mañana nos injurie o despotriqu­e en contra nuestra.

Por eso, para vivir la integridad lo más indicado es actuar con base en nuestra conciencia recta y bien formada, aun a sabiendas de que habrá quienes no comprendan ni estimen adecuadame­nte, ni simpaticen con nuestra conducta. Pretender que todo lo que hagamos sea aprobado por consenso universal nos llevaría a pasar dando explicacio­nes, a buscar siempre satisfacer las expectativ­as de los que nos rodean e, incluso, a comportarn­os artificial­mente.

Lo mejor, lo óptimo, es vivir con naturalida­d, con sencillez, darnos a conocer tal cual somos, con virtudes y con defectos, sin esconder las lógicas imperfecci­ones que como seres humanos debemos tener.

Porque, justamente, el hombre o la mujer íntegros deben ser de una sola pieza, sólidos, sin recovecos, sin mañas alambicada­s ni churriguer­escas, sino, más bien, diáfanos, claros como el cristal bien pulido, como la plata recién bruñida.

Da gusto relacionar­se con gente espontánea, que no busca impresiona­rnos ni causarnos admiración por ella. De alguien así sabremos qué esperar, no nos dará sorpresas, y, muy probableme­nte, no nos decepciona­rá.

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