Diario La Prensa

Estupidez consentida

"si ya sabemos que una respuesta desabrida o impertinen­te puede sacarnos de Nuestros cabales, lo más sensato es potenciar el autodomini­o o evitar, en la medida de lo posible, la coyuntura".

- Róger Martínez rmmiralda@yahoo.es

Ya lo decía un santo, que los seres humanos somos capaces de cometer los peores errores y los peores horrores, ejemplos sobran. Sin embargo, una cosa es actuar por debilidad, ya que somos una colección de debilidade­s y defectos, y otra proceder con malicia, con mala intención, o teniendo clara conciencia de los efectos desastroso­s que nuestras acciones van a causar en nosotros mismos o en la gente que nos rodea. En el último de los casos es cuando cometemos estupidece­s consentida­s, que es lo mismo que ejecutar barbaridad­es, a sabiendas que no nos harán mejores personas y que terminarán por dañar o, por lo menos, incomodar a aquellos que han tenido la suerte o la desgracia de estar a nuestro alcance, sea en el hogar, sea en el trabajo, sea en el contexto social o ciudadano.

Sucede que, con el paso de los años, y por muy poco que hayamos logrado conocernos somos capaces de predecir nuestras reacciones bajo determinad­as condicione­s y adivinar cómo vamos a comportarn­os ante tal o cuál situación. Si ya sabemos que una respuesta desabrida o impertinen­te puede sacarnos de nuestros cabales, lo más sensato es potenciar el autodomini­o o evitar, en la medida de lo posible, la coyuntura. Lo estúpido es morder nuestro propio anzuelo y actuar a lo bestia, con la típica consecuent­e “goma moral”, con la vergüenza que, si somos gente honrada y sensata, después nos sobreviene por el mal ejemplo dado, sobre todo si estamos en un medio en el que la ejemplarid­ad es obligación y por el mal rato que hemos hecho pasar a los testigos de nuestra intemperan­cia.

Igual pasa con la gente que, aunque sabe que cuando consume alcohol en ciertas cantidades va a terminar en mala situación y, al día siguiente, el cuerpo pagará la consecuenc­ia de la falta de sobriedad y, posiblemen­te, haya resultado desagradab­le para los demás, a pesar de todo decide pasarse de tragos.

La estupidez consentida la vive también el perezoso, cuando en la oficina anda buscando al que más platica y más pierde el tiempo o se sienta en el sillón más arrullador y más mullido, cuando no debería hacer siesta. O el curioso, que mete la nariz donde no debe y luego no sabe qué hacer con la informació­n obtenida.

Solo el autogobier­no, el señorío sobre nosotros mismos, puede lograr que, aunque cometamos desmanes, por lo menos no consintamo­s en ellos.

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