Diario La Prensa

Que no pasen en vano…

- Roger Martínez

Como el transcurri­r del tiempo es inevitable, y los años nos caen encima de manera casi impercepti­ble, lo menos que podemos hacer es aprovechar lo que nos van dejando, no permitir que pasen en vano.

Claro que hay cosas que con la llegada de la madurez se echan de menos, como el vigor de la juventud o el poder comer de todo sin que nos haga daño o nos lo prohíba el médico; pero, la experienci­a de vida que se gana cuando contamos nuestras edades por décadas, verdaderam­ente, no tiene precio.

Cierto es que edad y madurez no son siempre sinónimos, porque hay quienes permanecen cautivos en la adolescenc­ia; aquellos a los que un autor llamara “adultescen­tes”, pero a la mayoría de las personas la cotidianid­ad nos va curtiendo, nos va enseñando cosas, nos va mostrando ángulos inimaginab­les, nos va dando lecciones llenas de sabiduría.

Yo, para el caso, con casi 58 encima, con los años he aprendido a valorar el silencio. Aunque el corre-corre, el frenesí, incluso en estos tiempos de pandemia, es el color que habitualme­nte tiñemisdía­s,procuroten­ermomentos­decalma, en los que puedo escuchar voces lejanas u observar los pájaros que se atreven a aterrizar en mi pequeño jardín. El ruido no es, definitiva­mente, un amigo aconsejabl­e porque impide pensar, lo cual es grave para un hombre o una mujer que

"Los años también me han enseñado que, así como yo me equivoco y cometo errores todos Los días y a cada momento, es natural que Los demás también Lo hagan"

aspiren a la serenidad, a la paz interior, a la felicidad.

Otra cosa que he aprendido con los años es que no puedo pretender que los demás piensen exactament­e igual que yo. Hay poquísimos asuntos en la existencia del hombre que no son opinables. El mundo está lleno de opciones, de gustos, de colores. Por eso la tolerancia es una virtud humana tan hermosa, tan importante, tan valiosa. Pobres de los que se creen la medida de todas las cosas; cómo deben sufrir, cuánta amargura anidará en sus pechos.

Los años también me han enseñado que, así como yo me equivoco y cometo errores todos los días y a cada momento, es natural que los demás también lo hagan. La inerrancia, la infalibili­dad no existe en el ordinario correr de los días. Las personas normales nos caemos, nos raspamos, nos sobamos, nos levantamos, caminamos un poco y, como una noria que gira sin detenerse, repetimos el mismo ritual hasta que nuestro corazón se detiene y nos ponen entre cuatro pedazos de madera.

Así que, aprovechem­os las horas, los días, las semanas, los meses y los años, los que nos queden, que solo Dios sabe cuántos, para descomplic­arnos la vida, para luchar por ser más sencillos, para hacer amable la vida a los demás. O no faltará, algún día, quien quiera escupir sobre nuestro ataúd o nuestra tumba.

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