Hermanos todos
Recién comencé a leer la última encíclica del papa Francisco, la “Fratelli tutti”, y lo que hasta ahora he leído reafirma en mí la convicción de que el respeto y la valoración del otro, no importa cómo piense ni de dónde venga, es una urgencia universal y, por supuesto, local.
El documento debería ser leído por creyentes y no creyentes, porque no está dirigido solo a los cristianos. De hecho, en más de una ocasión el Papa cita en él al gran imán de Al-azhar, Ahmad Al-tayyib, con el que firmara, hace ya casi dos años, en Abu Dabi, una declaración sobre la fraternidad humana.
Claro, la encíclica tiene un alcance mundial y trata en ella asuntos relacionados con política internacional, como las migraciones, la economía de mercado o los derechos de las minorías, pero, lo que en ella se dice, también puede tener una aplicación personal útil para nuestras relaciones cotidianas, desde el ámbito doméstico hasta la vida ciudadana en el entorno inmediato o nacional.
Levita sobre todo el documento la necesidad del respeto, de la acogida, de la tolerancia auténtica, que no significa que vamos a darle la razón a todo el mundo, pero sí a reconocer que cada uno tiene su propia historia que contar y, por lo mismo, una perspectiva desde la que contempla la realidad y que no tiene por qué ser idéntica a la nuestra.
Pensaba yo como, tantas veces, nos viene la tentación de querer comportarnos como aplanadoras, como troqueles, como rasero que corta a todos a la misma altura.
Es la tentación, producto, evidentemente, de la soberbia congénita que padecemos todos, de querer obligar al otro a que piense u opine igual que nosotros o a que tenga como único derecho el de permanecer callado, para que nunca nos contradiga; para que solo se escuche nuestra voz.
Es la tentación de esperar de los demás solo asentimientos y un “sí, señor”, permanente, continuo, invariable.
Y así no puede promoverse ni establecerse una convivencia pacífica perdurable. Porque las personas no somos producidas en serie ni podemos coincidir en todo. Sería profundamente injusto que se quisiera imponernos un solo ritmo para caminar o para hacer las cosas. “Cada uno es como es, cada quien es cada cual…” canta Serrat en “Cada loco con su tema”.
Al final, compartimos todos el mismo planeta, o muchos el mismo país o el mismo barrio. Y esa realidad no tiene remedio.
Por lo que, si queremos vivir en paz y no sentirnos como rodeados de enemigos o sempiternamente perseguidos, debemos entender, de una vez, que altos o bajos, gordos o flacos, sonrientes o cejijuntos, nos guste o no, somos hermanos y como tales debemos tratarnos.
“no significa que vamos a darle La razón a todo el mundo, pero sí a reconocer que cada uno tiene su propia historia que contar”