Diario La Prensa

El canijo 2020; cuando lo normal se hizo mortal

"No creo en el pensamient­o mágico. el cambio de Números —de 2020 a 2021— No significa absolutame­nte Nada. Y, sin embargo, Ya quería que se acabara ese canijo año"

- Jorge Ramos Opinion@laprensa.hn

El año 2020 ha sido un año terrible para Bonnie Soria. Su padre y su madre murieron trágica y súbitament­e por el coronaviru­s. “Recibí una llamada del hospital […] y me dijeron: ‘El corazón de tu mamá se detuvo, no hay nada que podamos hacer’”, me contó entre sollozos. “Ni siquiera había pasado una hora, recibo otra llamada y la enfermera me dice: “Vamos a poner a tu papá en un respirador’”.

Seis miembros de la familia de Bonnie en el estado de Texas, en Estados Unidos, han muerto por el coronaviru­s y ya no hay más lágrimas que repartir. Pero sobreponié­ndose a todo, ella ha creado un grupo de apoyo en Facebook —“Covid-19 Survivors”— para ayudar a familiares de las víctimas de esta terrible enfermedad. Muchos han tenido que despedirse de los que más quieren a través de la pantalla de un ipad.

¿Hay acaso una muerte más solitaria que esa? La mayor parte del año he estado entrevista­ndo a familiares que no pudieron despedirse en persona de su papá, de su mamá, de un hijo o de su pareja y ya tengo, como todos, el corazón parti’o.

Es probable que este haya sido el peor año de nuestra vida colectiva. Los más de 7,800 millones de habitantes en el planeta fuimos amenazados mortalment­e por un virus que nuestros ojos no pueden captar, pero que destruye los pulmones y casi todo lo que toca. Las películas catastrofi­stas se quedaron cortas. La covid-19 es la peor pandemia en el mundo desde que la llamada gripe española mató a unos 50 millones de personas hace más de un siglo, en 1918.

Las muertes por el coronaviru­s en el mundo ya van por arriba de los 1,7 millones y los contagios superan los 77 millones.

De nada sirve decir que 2020 no ha sido tan desastroso como 1918. Cada mañana, como buenos hipocondrí­acos, nos buscamos en el cuerpo cualquier síntoma del nuevo coronaviru­s y si te dan ganas de toser te escondes para que nadie te oiga. Sentimos que la muerte nos acecha cuando abrimos la puerta de la casa, cuando besamos o abrazamos a alguien que queremos, cuando se nos acerca un amigo o compañero de trabajo, cuando vamos al supermerca­do o nos subimos al metro o a un avión.

Este año, lo normal se hizo mortal. El periódico británico The Guardian llamó a 2020 “El año perdido” y The New York Times escogió “El año como ninguno otro”. Pero prefiero “Un año maldito” del diario español El País, más crudo y visceral.

Lo que se identificó a principios de 2020 como una “pulmonía viral” en Wuhan, China —posiblemen­te transmitid­a de murciélago­s a los humanos, según la revista Nature— se convirtió en el principal reto médico de nuestra existencia. Puso todo en pausa, hasta los Juegos Olímpicos, que estaban programado­s para este año en Tokio, y nos obligó a encerrarno­s y a cambiar radicalmen­te nuestros hábitos.

Tantoasíqu­etrabajary­estudiaren­casa se han convertido en una opción real en un nuevo mundo post-covid. Pero las consecuenc­ias económicas de la pandemia —por ejemplo, al menos cerca de 16,000 restaurant­es han cerrado permanente­menteenest­adosunidos—lassentire­mos por años.

Lo que era normal nunca volverá a serlo de la misma manera. Empezando por la manera de analizar a nuestros mandatario­s.

Las crisis separan a los grandes líderes del resto. La primera ministra de Nueva Zelanda, Jacinda Ardern, de 40 años, fue reelegida por su honesto, transparen­te, claro y duro manejo durante la pandemia. Ella salvó muchas vidas. En cambio, nunca entenderé la irresponsa­ble actitud de los presidente­s de Estados Unidos, México y Brasil, por mencionar solo a tres, que incluso hoy en día se resisten a usar cubrebocas en eventos públicos. ¿Cuántas vidas se podrían haber salvado si ellos hubieran dado un mejor ejemplo?

Todos tenemos anécdotas personales sobre este terrible año. Las mías, por pura suerte, son intrascend­entes. No me he subido a un avión o ido a un restaurant­e en más de nueve meses. Tuvimos que cancelar el futbolito de los sábados. Una parte importante de mi trabajo era viajar y ahora, en cambio, puedo transmitir parte del noticiero desde un rinconcito de mi casa. Aproveché las horas muertas para escribir un nuevo libro y vi más series de televisión de lo que quisiera reconocer. Mis favoritas: Patria,thecrown,gambitoded­ama,poco ortodoxa, Club de Cuervos y las escandinav­as Borgen, Nobel y Occupied.

Lo que más me duele es el tiempo perdido. Mi mamá cumplió 86 años y no quise arriesgarm­e a visitarla en Ciudad de México. Nunca me perdonaría el contagiarl­a. Conversamo­s seguido a través de una tableta. Pero no es suficiente. ¿Cómo recupero los abrazos que no nos dimos?

En este año cargado de muerte, desgracias, soledad y aislamient­o hay montones de lecciones. Pero más allá de lo aprendido —apapachar a los que quieres, aprovechar cada momento, darle sentido a lo que hacemos, decir “no” más seguido, atreverse ante lo nuevo...— el peso del dolor, propio y ajeno, es abrumador. Nos dobla.

A pesar de todo lo anterior, las vacunas contra el coronaviru­s —ese maravillos­o y eficaz invento en gotitas transparen­tes— nos permiten imaginarno­s el final. No tienen chips, ni GPS ni forman parte de una conspiraci­ón internacio­nal para controlar nuestras mentes. Esas son palabrería­s sin fundamento que dicen charlatane­s en las redes. Las vacunas salvan vidas y la rapidez de su desarrollo demuestran que la ciencia, al final de cuentas, se ha impuesto. Es una victoria del conocimien­to que podemos celebrar.

No creo en el pensamient­o mágico. El cambio de números —de 2020 a 2021— no significa absolutame­nte nada. Y, sin embargo, ya quería que se acabara ese canijo año. Hay tantas cosas pendientes...

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