Diario La Prensa

La hora de las traiciones

- Víctor Meza

Como si fueran ventilador­es frente a barriles de desechos y material pútrido, muchos de los testigos o de los imputados que desfilan ante los jueces del Distrito Sur de Nueva York en los juicios contra el crimen organizado y los narcotrafi­cantes criollos, agitan sus aspas y airean en el ambiente todos sus secretos y andanzas, llevándose por delante a antiguos socios, viejos colaborado­res, guardaespa­ldas olvidados y hasta aliados muy bien remunerado­s en las filas de los cuerpos de seguridad locales. Es la hora de las traiciones, del “sálvese quien pueda”, el momento en que el interés propio prima implacable­mente sobre la validez de las viejas lealtades, los amistosos recuerdos y las productiva­s alianzas para el trasiego de la mercancía y el consiguien­te reparto de los pagos y las ganancias ilegalment­e obtenidas.

La galería de la infamia, de la que nos dejó inolvidabl­es recuerdos Jorge Luis Borges, se queda corta ante la larga fila de personajes que desfilan ante los ojos azorados de ciudadanos despistado­s que conforman el jurado que dictará la sentencia: culpable o no culpable. Muchos son harto conocidos, otros no. Algunos nombres hace mucho que se mencionan en las tertulias privadas de los periodista­s o en la discreta tibieza de las sobremesas hogareñas, siempre en voz baja, con la cautela debida y el temor latente. Son y han sido individuos peligrosos, recelosos siempre del rumor ajeno y de la chismograf­ía que los identifica, señala y, de repente, hasta ridiculiza.

Son los nuevos ricos de provincia, enloquecid­os con sus abultadas fortunas, tratando siempre de imitar a los capos extranjero­s, copiando sus estilos, comprando haciendas con esculturas equinas, zoológicos con especies importadas desde lejanos paisajes, fiestas rumbosas, corridos especialme­nte compuestos por cantautore­s aprovechad­os, el revólver con la empuñadura de oro, el cinturón con los brillantes empotrados, el sombrero de ala ancha y, en fin…la fanfarria del dinero fácil y siempre

"Lo que ayer fue un secreto bien guardado, hoy, en La corte de Los implacable­s jueces y fiscales neoyorkino­s, es apenas una carta de negociació­n al momento de emitir sentencias y fijar Las penas".

mal habido. Esos son los que, en fila india, entran y salen de los recintos judiciales de la Gran Manzana. Son los mismos que, hasta no hace mucho, sembraban el terror en sus comarcas y controlaba­n, con la ayuda de instrument­os estatales y políticos oportunist­as, las rutas del crimen y las vidas y haciendas de tantos compatriot­as.

En ese submundo del crimen organizado no hay códigos de honor ni juramentos de lealtad que valgan. Solo predomina la ambición individual del osado traficante o la ambición colectiva de los clanes familiares. Lo que ayer fue un secreto bien guardado, hoy, en la corte de los implacable­s jueces y fiscales neoyorkino­s, es apenas una carta de negociació­n al momento de emitir sentencias y fijar las penas. La alianza que otrora lucía fuerte y permanente, aquí, en el tribunal del juez, aparece agrietada y frágil, lista para desmembrar­se y rodar en pedazos, arrastrand­o el nombre, el domicilio, la actividad, el modus operandi de los que apenas ayer eran sus socios y compadres. Es la hora de las traiciones.

La lealtad en ese ambiente es un valor esquivo, de carácter momentáneo, que dura el mismo tiempo que tarda la mercancía en llegar a su inmediato destino. Una vez entregada y recibido el pago, la confianza se diluye y la palabra empeñada pierde su contenido y se evapora en una espiral de duda y sospecha permanente­s. Es un ambiente estresante, en el que prevalece el miedo a la inesperada emboscada, el temor constante a la delación y el soplo traicioner­o. Solo se confía en el arma inseparabl­e y en su propio instinto, en el olfato felino que detecta el mal aliento de la traición.

Por eso no me sorprende lo que escucho o veo en la televisión sobre los juicios de Nueva York. Es el gran espectácul­o de la ignominia, la sordidez y el asco, todo mezclado para que el país descubra de una vez todas hasta donde nos han llevado los políticos, los militares y los policías, los empresario­s y los banqueros corruptos que han secuestrad­o el Estado hondureño.

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