Diario La Prensa

Madres de ayer y siempre

- Renán Martínez

La figura de la madre atada a los deberes de la casa se ha ido esfumando con el tiempo. Ello se debe a la creciente demanda de ingresos para enfrentar las penurias de la vida, la liberación femenina y las indiscrimi­nadas oportunida­des de trabajo en una sociedad moderna. Poco a poco esas sacrificad­as matronas han ido dejando el delantal y el estropajo para incursiona­r en actividade­s fuera de casa que permitan mejorar el presupuest­o hogareño.

Mi madre fue una de aquellas mujeres que se entregaba por entero a los quehaceres, no siempre bien ponderados, de los cuidados de la casa y la formación directa de sus seis hijos.

Salía de casa solo para asistir a misa o a los cultos de la iglesia evangélica de mi natal Villanueva en el departamen­to de Cortés. Era tal su apego a la libertad de credo que nos mandaba, bien peinados, unas veces a la catequesis católica y otras a la escuela dominical de los protestant­es. En ocasiones muy especiales, como cuando a mi padre le iba bien en su pequeño negocio itinerante, viajaba a San Pedro Sula en busca de atención médica o hacer otras diligencia­s en un camión con carrocería de madera adaptada para llevar pasajeros, llamado baronesa. Tenía que madrugar para que le rindiera el día pues el viaje duraba unas dos horas por una carretera de tierra que pasaba por La Lima. De la mano de ella conocí los consultori­os del hospital Leonardo Martínez y “las tiendas de los turcos” instaladas en la incipiente calle del comercio de la ahora ciudad industrial.

A mi madre la recuerdo también pedaleando su vieja máquina Singer para hacer alforzas a las mangas de las camisas que yo estrenaba en las fiestas patrias, ya que eran muy grandes para mi pequeña estatura. Sin haber recibido ningún curso sobre cocina, doña Raimunda Hernández de Martínez preparaba los más exquisitos platos criollos los cuales, si hoy existieran, no cambiaría ni por el menú del más fino restaurant­e. A ella y a tantas madres que el domingo celebran su día dedico mi homenaje en esta columna. A las que recordamos con una rosa blanca, a las que se fajan frente a una máquina industrial, dirigen un negocio o están en las calles. A las madres que comparten con sus maridos soleadas faenas en el campo, a las que gastan sus zapatos en busca de un empleo y a las que caminan por la senda del triunfo. A aquellas que además de su función tienen que asumir el papel del irresponsa­ble que las abandonó. Todas merecen un obsequio que toque las fibras de su corazón agradecido, aunque ellas lo que más desean es un regalo envuelto en el papel celofán del cariño filial.

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