Diario La Prensa

Visitas incómodas, pero inevitable­s

- Róger Martínez

La existencia humana no suele ser un permanente vergel florido. Hay en ella, por supuesto, días luminosos en los que nos sentimos henchidos de alegría y que quisiéramo­s que no terminaran nunca. El nacimiento de un hijo, una promoción laboral, una plática reposada con la gente que queremos, alrededor de una buena taza de café o una buena botella de vino; un viaje, etc. son ocasiones que nos gustaría fueran perpetuas.

Pero, claro, la felicidad, la paz, la serenidad, ininterrum­pidas no existen.

Muchas veces, cuando menos lo esperamos, tocan a la puerta ciertas visitas incómodas, a las que nos gustaría mantener siempre a la distancia, pero que son inevitable­s. Hablo de visitas como el dolor, físico o moral; la enfermedad, las ausencias prologadas de personas a las que amamos, o, sin duda, la misma muerte. Para estas visitas no acostumbra­mos estar preparados, o, por lo menos, creemos estarlo, pero nunca suficiente­mente.

Porque, además, se presentan de manera inoportuna, a la medianoche, o mientras realizamos el viaje soñado, o cuando hacemos planes a futuro que acaban por frustrarse, o en un momento de triunfo o de gloria personal o de alguien a quien queremos y con quien compartimo­s alegrías. Entonces, aparece el invitado inesperado, nos apaga la luz, nos tira a la cuneta del camino y echa a volar por los aires nuestro gozo, hecho pedazos, vuelto añicos. Y, aunque,

EFE sacudamos la cabeza e intentemos entrar en negación, se nos planta enfrente y nos muestra el lado duro de la vida.

Ante semejante situación pueden, básicament­e, suceder dos cosas: que nos rompamos, que nos sintamos profundame­nte desgraciad­os, que queramos morirnos, que se autodestru­ya nuestro músculo moral; o, por el contrario, salgamos de semejante coyuntura, más sólidos, más fuertes, más resiliente­s, con más ganas de enfrentarn­os heroicamen­te al sufrimient­o. Lo que sucede es que la forma en que reaccionam­os antes estas visitas incómodas e inevitable­s tiene que ver con un entrenamie­nto previo. Así como un cuerpo recio es producto de muchas horas de ejercicio y de una dieta “danone”, la reciedumbr­e como virtud, como hábito ético, se adquiere luego de una preparació­n previa que conlleva renuncias, esfuerzo y, por supuesto, mala palabra hoy en día, sacrificio.

De ahí que sea tan importante no facilitarl­e todo a los hijos, no “pavimentar­les” el camino, no sustituirl­os en el esfuerzo, no hacerles nada que ellos puedan hacer por sí mismos. Solo así, el día de mañana, cuando hayan levantado vuelo y se hayan ido de casa, sabrán recibir con gallardía, incluso con elegancia, a esa visitas que, siempre, tarde o temprano, se cuelan en nuestra existencia y nos hacen ver cara a cara aquellas realidades que habríamos preferido ignorar.

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