Visitas incómodas, pero inevitables
La existencia humana no suele ser un permanente vergel florido. Hay en ella, por supuesto, días luminosos en los que nos sentimos henchidos de alegría y que quisiéramos que no terminaran nunca. El nacimiento de un hijo, una promoción laboral, una plática reposada con la gente que queremos, alrededor de una buena taza de café o una buena botella de vino; un viaje, etc. son ocasiones que nos gustaría fueran perpetuas.
Pero, claro, la felicidad, la paz, la serenidad, ininterrumpidas no existen.
Muchas veces, cuando menos lo esperamos, tocan a la puerta ciertas visitas incómodas, a las que nos gustaría mantener siempre a la distancia, pero que son inevitables. Hablo de visitas como el dolor, físico o moral; la enfermedad, las ausencias prologadas de personas a las que amamos, o, sin duda, la misma muerte. Para estas visitas no acostumbramos estar preparados, o, por lo menos, creemos estarlo, pero nunca suficientemente.
Porque, además, se presentan de manera inoportuna, a la medianoche, o mientras realizamos el viaje soñado, o cuando hacemos planes a futuro que acaban por frustrarse, o en un momento de triunfo o de gloria personal o de alguien a quien queremos y con quien compartimos alegrías. Entonces, aparece el invitado inesperado, nos apaga la luz, nos tira a la cuneta del camino y echa a volar por los aires nuestro gozo, hecho pedazos, vuelto añicos. Y, aunque,
EFE sacudamos la cabeza e intentemos entrar en negación, se nos planta enfrente y nos muestra el lado duro de la vida.
Ante semejante situación pueden, básicamente, suceder dos cosas: que nos rompamos, que nos sintamos profundamente desgraciados, que queramos morirnos, que se autodestruya nuestro músculo moral; o, por el contrario, salgamos de semejante coyuntura, más sólidos, más fuertes, más resilientes, con más ganas de enfrentarnos heroicamente al sufrimiento. Lo que sucede es que la forma en que reaccionamos antes estas visitas incómodas e inevitables tiene que ver con un entrenamiento previo. Así como un cuerpo recio es producto de muchas horas de ejercicio y de una dieta “danone”, la reciedumbre como virtud, como hábito ético, se adquiere luego de una preparación previa que conlleva renuncias, esfuerzo y, por supuesto, mala palabra hoy en día, sacrificio.
De ahí que sea tan importante no facilitarle todo a los hijos, no “pavimentarles” el camino, no sustituirlos en el esfuerzo, no hacerles nada que ellos puedan hacer por sí mismos. Solo así, el día de mañana, cuando hayan levantado vuelo y se hayan ido de casa, sabrán recibir con gallardía, incluso con elegancia, a esa visitas que, siempre, tarde o temprano, se cuelan en nuestra existencia y nos hacen ver cara a cara aquellas realidades que habríamos preferido ignorar.