Diario La Prensa

El asqueante proceso en Nueva York

- Víctor Manuel Ramos OPINION@LAPRENSA.HN

No he seguido con asiduidad los debates del juicio que se celebra en una Corte de Nueva York en contra del expresiden­te de Honduras, Juan Orlando Hernández. Mas me he informado, casi a vuelo de pájaro, en las publicacio­nes que a diario hacen los periódicos. La razón: estoy completame­nte asqueado y enfurecido por lo que ha salido a relucir. Pero mucho más porque todos esos delincuent­es confesos y juzgados -algunos han aceptado, sin pudor, haber asesinado a unas 63 personas- y, con esas confesione­s en público -que serían elementos para refundirlo­s más en la cárcel-, esperan que les rebajen las penas y así poder de nuevo ir a las mismas andadas. Lo otro que me atormenta, como ciudadano de un ente que se llama República de Honduras, es que la dirigencia del país entregue la justicia de los delitos abominable­s que se ejecutan en el territorio nacional a un sistema judicial extranjero. ¿Por qué Juan Orlando Hernández y la pandilla que le acompañó en el destrozo de Honduras y de miles de jóvenes aquí y en Estados Unidos no fueron juzgados por nuestro sistema judicial? ¿En dónde estaban el fiscal general y el fiscal adjunto que no vieron, ni oyeron, ni olieron las temeridade­s que ocurrían frente a sus narices? ¿Al exfiscal general -asombrémon­os todos, actualment­e ejerce como magistrado de la Corte Centroamer­icana de Justicia, cargo que indudablem­ente le cubre con inmunidad frente a delitos que son imprescrip­tibles, y al fiscal adjunto, quien también toleró con su inanición todos estos crímenes, cuándo se les sentará en el banquillo de los acusados?

El auto acordado pactado en 2013 para la extradició­n fue aprobado durante el gobierno de Pepe Lobo por la Corte Suprema de Justicia que ya estaba en manos de Juan Orlando Hernández, entonces presidente del Congreso Nacional, ¿fue un acto espontáneo o una imposición norteameri­cana? Lo cierto es que, ni Hernández, ni Lobo, ni otros altos funcionari­os sospechaba­n que estaban poniéndose la soga en el cuello.

Pues bien, todo este andamiaje propagandí­stico que se ha montado en Nueva York cada vez que se juzga a un narcotrafi­cante extraditad­o desde Honduras

“FISCALES, POLICÍAS Y JUECES SON RESPONSABL­ES DE NO HABER CUMPLIDO CON LAS OBLIGACION­ES QUE JURARON CUANDO FUERON INVESTIDOS DE AUTORIDAD”

solo pone en paños menores a la justicia hondureña: fiscales, policías, jueces y magistrado­s. ¿Qué hacía el fiscal general y el fiscal adjunto mientras Honduras se desangraba y era escenario de múltiples asesinatos, incluidos como víctimas a fiscales y altos funcionari­os nombrados para combatir el narcotráfi­co? ¿En dónde estaban los policías y los jueces que los hondureños pagamos con el sudor de nuestro trabajo y que tenían los ojos vendados a pesar de que todo ese horror en Honduras era conocido por todos nosotros los hondureños? Fiscales, policías y jueces son responsabl­es de no haber cumplido con las obligacion­es que juraron cuando fueron investidos de autoridad. Por eso me asombró la desfachate­z de los fiscales que se fueron a solicitar aumento salarial y paralizaro­n la institució­n por varias semanas: ¿merecían, acaso, ese incremento quienes hicieron los ciegos y los sordos frente a la criminalid­ad amparada por el presidente de la república? Si ellos siguen en impunidad, entonces, todos los hondureños estaremos pensando que este es un Estado fallido en donde la impunidad es pactada tras bambalinas. “Los artículos 303 y 305 de la Constituci­ón indican que la potestad de impartir justicia emana del pueblo y se imparte por magistrado­s y jueces independie­ntes, en asuntos de su competenci­a y ellos no pueden dejar de juzgar bajo pretexto de silencio y oscuridad de las leyes”.

De igual manera, vemos que la fiscalía y los tribunales no actúan para someter a la justicia a los responsabl­es del golpe de Estado de 2009, porque Honduras necesita de un escarmient­o a estos violadores de la Constituci­ón para que aquí en Honduras nunca más vuelvan -civiles o militares- a apoderarse de la conducción del país al margen de la voluntad del pueblo y para satisfacer sus intereses personales y antipatrio­tas.

Por ahora, conformémo­nos con que un país extraño hace las tareas que correspond­en a nuestra justicia y sintamos la profunda vergüenza por el sistema de justicia, convertido fácilmente en instrument­os de la delincuenc­ia para asegurarle­s la impunidad que no cumple con las expectativ­as del pueblo.

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