Se acabó la fiesta
Allá por los años 60 estuvo de moda un merengue dominicano llamado “La muerte del Chivo”, que puso a bailar a medio mundo sin que muchos de los danzantes supieran el significado de la melodía pegajosa. “Mataron el chivo en la carretera, mataron el chivo y no me lo dejaron ver”, dice más o menos el estribillo sencillo que se repite a lo largo de la pieza musical para hacer referencia a la muerte del dictador Rafael Leónidas Trujillo, apodado el Chivo, quien gobernó con mano criminal la República Dominicana de 1930 a 1961. La noche del 30 de mayo de 1961, en la carretera de Santo Domingo a San Cristóbal, el auto en el que viajaba el generalísimo fue ametrallado en una emboscada urdida por un grupo de conspiradores apoyados, en forma clandestina, por honestos militares quienes no comulgaban con el dictador, pero temían dar la cara por las represalias mortales que este tomaba contra los desleales. Estos oficiales se comprometieron con los conspiradores a tomar las riendas del poder si el complot tenía éxito y les mostraban, como prueba, el cadáver del sátrapa después de la emboscada. Pero resulta que el conductor de Trujillo respondió con fuego, y aunque el dictador murió abatido, fue imposible rescatar su cuerpo para dejarlo ver a los oficiales antitrujillistas, quienes decidieron mejor no ejercer ninguna acción. De allí surge el verso del merengue: “mataron el chivo y no me lo dejaron ver”. La vida de los hombres que gobiernan sobre una base de poder coercitivo, directa o indirectamente, por lo general terminan en una catástrofe personal como ha sucedido con muchos dictadores y tiranos en el
“EL FINAL DE QUIENES HAN OPTADO POR EJERCER EL PODER EN FORMA TOTALITARIA, PUEDE SER LA CÁRCEL, EL EXILIO O UNA MUERTE VIOLENTA”
mundo. Hemos visto que, muchas veces, el final de quienes han optado por ejercer el poder en forma totalitaria, puede ser la cárcel, el exilio o una muerte violenta como castigo por sus crímenes. Por supuesto que esto último es aberrante y contrario a la doctrina cristiana.
Anastasio Somoza Debayle, quien gobernó Nicaragua como si fuese su hacienda particular, murió en su lujoso exilio de Asunción, Paraguay, al ser atacado el vehículo en el que se conducía, con un lanzacohete un año después de haber salido de su país tras el asedio bélico de los sandinistas. Mientras que el dictador de Filipinas, Ferdinand Marco, huyó con su familia a Hawái en 1986, llevando consigo un cuantioso botín robado durante 21 años de ostentar el poder absoluto. Sin embargo, no vivió mucho para disfrutar de su fortuna, pues murió tres años después, lejos de su país, sin amigos, en la isla de Guam, un territorio bajo administración estadounidense. Esta columna es insuficiente para enumerar tantos casos similares, por eso finalizamos con el de Juan Orlando Hernández a quien una corte del Distrito Sur de Nueva York encontró culpable de tres delitos relacionados con el crimen organizado. Este caso inédito en la historia del país debe apuntar a un cambio en el comportamiento de los líderes que nos gobiernen de aquí en adelante. Sin el ánimo de hacer escarnio de un expresidente en desgracia, solamente diremos que a él y a sus cómplices se les acabó la fiesta. Recordamos además, a políticos en general lo que dice un viejo refrán: cuando veas la barba de tu vecino rasurada, pon la tuya en remojo.