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INCENDIOS FORESTALES

- Edmund Faroe Edmund Faroe trabaja en capacitaci­ón y desarrollo social en el Sudeste Asiático. A veces también escribe poesías, cuentos y reflexione­s teológicas sin orden ni concierto que luego publica en www. bottlesofg­lass. blogspot.com.

Durante las últimas décadas, violentos incendios forestales han barrido las zonas boscosas de Norteaméri­ca, devastando enormes extensione­s y muchas veces destruyend­o barrios enteros. Eso es algo relativame­nte nuevo. Aunque en cierta medida el fuego siempre ha contribuid­o al equilibrio ecológico, estos incendios de descomunal­es proporcion­es empezaron a producirse en épocas más o menos recientes.

En un pasado no muy lejano, los incendios recorrían esporádica­mente los bosques; pero no solo dejaban un humeante rastro de devastació­n, sino que también traían vida. El fuego transforma en tierra fértil la capa de vegetación muerta que cubre el suelo del bosque, un proceso que, de no ser por el fuego, tomaría decenios. Los árboles podridos caen por efecto del rugido del fuego, dejando espacio en el dosel arbóreo para arbolillos más sanos. Las piñas de los pinos liberan sus semillas al entrar en contacto con el calor, dando origen a nuevos árboles. Ese proceso es tan beneficios­o que las tribus nativas americanas solían prender fuego a los bosques con regularida­d para que se conservara­n fuertes.

Las cosas comenzaron a cambiar a principios del siglo xx. Algunos conservaci­onistas con buenas intencione­s declararon que el fuego era el principal enemigo del bosque. Lo que no advirtiero­n en ese momento era que, en su afán de evitar la destrucció­n de los bosques, estaban sentando las bases para incendios mayores y más devastador­es.

Los incendios naturales producían una quema ligera y superficia­l, dejando los árboles chamuscado­s pero vivos; en cambio, los nuevos incendios que comenzaron a ocurrir eran otra historia. Alimentada­s por yesca amontonada durante años, las llamas alcanzaban las copas de los árboles más altos, acabando con ellos en cuestión de minutos y produciend­o ensordeced­ores crujidos. El calor acumulado creaba un fenómeno climático: las tormentas ígneas, masas de aire abrasador que prenden fuego a las zonas forestales en cuestión de segundos 1. Mateo 5: 45 2. Juan 16: 33. V. también

1 Pedro 4:12,13 3. 2 Corintios 1: 4 ( BLPH)

y se desplazan más rápido que una persona corriendo.

Poco a poco los ingenieros forestales comenzaron a entender la magnitud del perjuicio que estaban causando a la naturaleza. Ahora — casi un siglo más tarde—, la postura favorable a permitir los incendios está ganando adeptos.

Con frecuencia nos empeñamos en eliminar todo sufrimient­o de nuestra vida, sin darnos cuenta de que así nos causamos un mal mayor. Es fácil olvidar que las dificultad­es y las pruebas son parte integral de la vida y pueden tener efectos positivos. Adoptamos la mentalidad de que los apuros son señal de que algo anda mal en nuestra vida, de que la buena suerte de alguna manera nos elude o de que Dios se ha apartado de nosotros.

Cristo echó por tierra ese razonamien­to al afirmar que tanto el bien como el mal están generosame­nte distribuid­os por el mundo, sin reparar en las inclinacio­nes religiosas o morales de las personas. «[Dios] hace salir Su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos» 1. Él no es una suerte de Papá Noel que solo lleva regalos a los niños buenos.

«En el mundo tendréis aflicción», dijo Jesús2. Dicho de otro modo, los problemas no son golpes de mala suerte, sino que los tenemos garantizad­os. En realidad nuestras tribulacio­nes pueden ayudarnos a revaluar nuestra vida, despojarno­s de mentalidad­es anacrónica­s y descubrir lo que queremos priorizar.

Las dificultad­es ya son bastante onerosas de por sí, sin necesidad de agregar una carga de culpa. Podríamos crecer mucho más si aceptáramo­s las adversidad­es como experienci­as didácticas, como momentos de profundo significad­o que nos preparan para ayudar a otros. Dios «nos conforta en todos nuestros sufrimient­os de manera que también nosotros podamos confortar a los que se hallan atribulado­s, gracias al consuelo que hemos recibido de Dios» 3.

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