Conéctate

El señor conejo y yo

- Dina Ellens Dina Ellens fue docente en el Sudeste Asiático durante más de 25 años. Ahora que está jubilada, participa activament­e en labores de voluntaria­do y se dedica a escribir.

Todo empezó cuando cedimos a las súplicas de los niños y les compramos un lindo conejito. Al principio era muy pequeño para dejarlo solo en el jardín mientras los niños estaban en la escuela, pero tampoco podía permanecer en su jaula todo el día sin hacer nada de ejercicio.

Así que recayó en mí la tarea de sacarlo cada día al jardín. Pronto se convirtió en un pequeño ritual. Cada mañana, cuando le abría la puerta de malla, golpeaba el piso con una de sus patas traseras, como si dijera: «Llevo tiempo esperándot­e». Tan pronto lo ponía en el suelo, daba pequeños brincos de alegría, mostrando lo contento que se sentía de estar vivo.

Viendo lo fácil que era para él ser feliz, yo misma me relajaba y disfrutaba más de esos ratos al aire libre. Esas pausas para contemplar el tranquilo cielo matutino y aspirar profundame­nte el aire puro me liberaban de las tensiones y me levantaban el ánimo.

Me di cuenta de que podía dejar todo mi trabajo, mis preocupaci­ones y mi estrés en la casa. En el jardín gozaba de la paz atemporal de la creación de Dios, y los afanes mundanos me parecían insignific­antes. Cada mañana se veían rejuveneci­dos los árboles y arbustos, adornados con el brillo del rocío. Yo me sentía atraída a participar de su frescura y así renovar mi espíritu.

Empecé a llevar conmigo una biblia para leer mientras el conejito mordisquea­ba la hierba y las flores. Al repasar un salmo cada día me di cuenta de que tenía mucho en común con el rey David. Él también se enfrentaba a obstáculos y dificultad­es, se deprimía y tenía preocupaci­ones. Sin embargo, siempre se sobreponía alabando a Dios y meditando en Su bondad.

¡Y yo que pensaba que le hacía un favor al conejito sacándolo a retozar en el jardín cada mañana! En realidad, yo también me sentía llamada a sosegarme en verdes pastos, junto a aguas de reposo, para que Dios pudiera reconforta­r mi alma1.

Aunque el conejito ha crecido, y ya se le puede dejar que ande por el jardín a sus anchas, me doy cuenta de que yo no puedo prescindir de mis ratos con Dios. Igual que el conejito, he aprendido a dar brincos de alegría y a estar agradecida simplement­e por estar viva y formar parte de la creación de Dios.

1. V. Salmo 23: 2,3

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