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El contacto con la arEna

- Shuping Sichrovsky Li Shuping Sichrovsky Li tiene nueve hijos y se desempeña como misionera y consejera cristiana en Taiwán.

De una pila de papeles saltó una tarjetita postal que cayó al suelo. Era una antigua fotografía, nada fuera de lo común, de una pequeña lancha pesquera navegando por una mar calma bajo el cielo azul. No sé cómo había ido a parar allí, pero me hizo sonreír. Evoqué mi infancia, cuando jugaba a la orilla del mar. Recordé el cosquilleo de la arena entre los dedos de los pies, las conchitas que colecciona­ba con mis amigos del vecindario y las competenci­as que teníamos para ver quién era capaz de lanzar una piedra al agua más lejos.

Me crié en un pueblito de pescadores del sur de Taiwán. Arrimadas una junto a la otra, en angostos callejones, las casitas humildes de la localidad se extendían por una estrecha lengua de tierra que se adentraba en el mar. En un lado estaba el puerto; en el otro era mar abierto. Durante mis años mozos viví en una diminuta alcoba del segundo piso. En las noches, desde una ventanita con marco de madera, alcanzaba a ver la luz del puerto, y a la mañana observaba los barcos que regresaban con su pesca.

Mi familia era de escasos recursos, y llevábamos una vida muy sencilla. Sin embargo, no fue sino años después, al hacer voluntaria­do en el Japón, cuando comprendí lo privilegia­da que había sido en cuanto a las cosas realmente valiosas. Allí, para poder aspirar de nuevo el aire salado del mar tuve que salir de la ciudad, con su permanente ajetreo y aglomeraci­ones, y hacer un viaje de varias horas por carretera.

En cierta ocasión nuestro grupo visitó un orfanato, y me puse a hablar con una muchacha de 18 años albergada allí. De la nada me preguntó si yo había ido alguna vez a la playa. Me contó que ella nunca había estado en una playa y que siempre había abrigado la esperanza de jugar a la orilla del mar, de sentir en los pies el roce de la arena y las caricias de las olitas. Tuve que excusarme por un momento y pedir para pasar al baño, pues no quería echarme a llorar delante de ella.

Ha habido momentos en que he deseado alguna cosa y he orado para que Dios me la concediera, imaginándo­me que así se haría más llevadero mi tránsito por la vida. Curiosamen­te, muchas veces esas oraciones y deseos cristaliza­ron más bien cuando tomé conciencia de lo afortunada que soy y de cuánto tengo que agradecerl­e a Dios.

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