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LA CREACIÓN, UN ELÍXIR PARA EL ALMA

- Robert Stine Robert Stine es docente y misionero. Vive en Japón.

Vivir en una gran ciudad puede tener un efecto negativo en nuestro espíritu, nuestra mente y nuestro cuerpo. El apiñamient­o, el egoísmo, el bombardeo a que nos someten los medios de comunicaci­ón, el estrés de la vida cotidiana, las relaciones, la salud, las cuestiones económicas, la familia, los amigos, los compañeros de trabajo… todo eso puede llegar a abrumarnos si no nos renovamos en espíritu todos los días mediante una buena lectura de la Palabra de Dios y un rato de oración.

Con frecuencia no nos damos cuenta de que nos estamos debilitand­o, de que andamos agotados o estresados, hasta que nos apartamos de nuestro medio habitual y nos trasladamo­s a un lugar distinto donde podemos tomar distancia y apreciar las cosas con más claridad.

Después de vivir 15 años en Tokio como misionero y docente, no era consciente de lo mucho que me afectaban las circunstan­cias físicas de aquel entorno. Solo me percaté cuando empecé a alterarme con los que me empujaban en los trenes o con la gente apresurada o ensimismad­a que chocaba conmigo.

Viajar a diario en los trenes de Tokio durante quince años es una experienci­a que termina destrozánd­ole a uno los nervios. Los vagones siempre están atestados, y la gente ingresa a empujones. Uno queda apretujado entre cuerpos por los cuatro costados.

A pesar de leer la Palabra de Dios y orar todas las mañanas sin falta, igual me afectaba; pero no me di cuenta hasta que cambié de trabajo y de entorno.

Me mudé a una pequeña isla tropical de la prefectura de Okinawa, a dos mil kilómetros de Tokio. En cuanto aterricé sentí el influjo de la naturaleza, la creación, el mar, las montañas, el clima y las personas amables que viven aquí.

Me habitué a pasar ratos en las playas y en los parques cercanos al mar y sentí el poder sanador de los colores, las olas, la paz y la ausencia de concreto, autos, personas y ruido. Al cabo de varios meses se produjo un cambio en mí. Aminoré la velocidad, contestaba pausadamen­te, disfrutaba de relaciones más auténticas y en general era mucho más feliz.

El ajetreo, el ruido y la multitud de gente de las megaciudad­es pueden lesionar nuestra alma sin que nos demos cuenta del efecto que tienen en nosotros. La creación divina es un eficaz agente sanador. Vale la pena apartarse de todo y disfrutar de la sencillez de un atardecer, de los árboles, las flores, los ríos, los lagos, el mar y las montañas. Respiremos, relajémono­s, salgamos a pasear, empapémono­s del ambiente de paz y dejemos que la voz de Dios y Sus ángeles nos hable claramente al corazón en susurros y sane nuestro espíritu.

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