LA CREACIÓN, UN ELÍXIR PARA EL ALMA
Vivir en una gran ciudad puede tener un efecto negativo en nuestro espíritu, nuestra mente y nuestro cuerpo. El apiñamiento, el egoísmo, el bombardeo a que nos someten los medios de comunicación, el estrés de la vida cotidiana, las relaciones, la salud, las cuestiones económicas, la familia, los amigos, los compañeros de trabajo… todo eso puede llegar a abrumarnos si no nos renovamos en espíritu todos los días mediante una buena lectura de la Palabra de Dios y un rato de oración.
Con frecuencia no nos damos cuenta de que nos estamos debilitando, de que andamos agotados o estresados, hasta que nos apartamos de nuestro medio habitual y nos trasladamos a un lugar distinto donde podemos tomar distancia y apreciar las cosas con más claridad.
Después de vivir 15 años en Tokio como misionero y docente, no era consciente de lo mucho que me afectaban las circunstancias físicas de aquel entorno. Solo me percaté cuando empecé a alterarme con los que me empujaban en los trenes o con la gente apresurada o ensimismada que chocaba conmigo.
Viajar a diario en los trenes de Tokio durante quince años es una experiencia que termina destrozándole a uno los nervios. Los vagones siempre están atestados, y la gente ingresa a empujones. Uno queda apretujado entre cuerpos por los cuatro costados.
A pesar de leer la Palabra de Dios y orar todas las mañanas sin falta, igual me afectaba; pero no me di cuenta hasta que cambié de trabajo y de entorno.
Me mudé a una pequeña isla tropical de la prefectura de Okinawa, a dos mil kilómetros de Tokio. En cuanto aterricé sentí el influjo de la naturaleza, la creación, el mar, las montañas, el clima y las personas amables que viven aquí.
Me habitué a pasar ratos en las playas y en los parques cercanos al mar y sentí el poder sanador de los colores, las olas, la paz y la ausencia de concreto, autos, personas y ruido. Al cabo de varios meses se produjo un cambio en mí. Aminoré la velocidad, contestaba pausadamente, disfrutaba de relaciones más auténticas y en general era mucho más feliz.
El ajetreo, el ruido y la multitud de gente de las megaciudades pueden lesionar nuestra alma sin que nos demos cuenta del efecto que tienen en nosotros. La creación divina es un eficaz agente sanador. Vale la pena apartarse de todo y disfrutar de la sencillez de un atardecer, de los árboles, las flores, los ríos, los lagos, el mar y las montañas. Respiremos, relajémonos, salgamos a pasear, empapémonos del ambiente de paz y dejemos que la voz de Dios y Sus ángeles nos hable claramente al corazón en susurros y sane nuestro espíritu.