LAS VIDES
Podas y recortes
Uno de los recuerdos más gratos que conservo de mi infancia es el de estar tendida en un banco bajo la pérgola de mi abuela, en un caluroso día de verano, mascando uvas frescas. Años más tarde, cuando me disponía a mudarme a una casa situada en un viñedo de Italia, me figuré que habría muchos cómodos bancos en los que recostarme. ¡Vaya sorpresa la que me llevé cuando arribamos a un terreno de aspecto árido! De las raíces de las vides asomaban apenas unas cepas minúsculas, peladas. Me explicaron que cada año, después de la cosecha, las vides se podan prácticamente a ras de suelo con el fin de mejorar su rendimiento. El campo no se veía muy bonito, pero era fructífero.
Al iniciarse el período vegetativo, me impresionó lo rápido que brotaron las cepas bajo el cálido sol de la Toscana. Los zarcillos se extendieron velozmente por el campo, y la tierra que antes parecía un yermo se cubrió de pronto de brotes nuevos y uvas verdes que más tarde produjeron un magnífico vino.
Al recordar la Toscana, me viene al pensamiento el capítulo 15 de Juan: «Yo soy la vid verdadera, y Mi Padre es el labrador. Todo pámpano que en Mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto» 1.
Soy pésima para la jardinería, porque detesto podar mis plantas. Mis rosales tienen un aspecto desgarbado y alcanzan gran altura. «Ni hablar », le contesto a todo podador de árboles que se aparece en la puerta de mi casa ofreciéndose a desmochar los míos. Dejo que mis plantas perennes crezcan como quieran. Me gusta el desarrollo descontrolado de los seres vivos, y me resisto a ser juez de lo que se debe podar.
No obstante, en Juan 15 queda claro que Dios es diestro en la poda de vides. Si no damos fruto, nos corta. Si damos fruto, nos poda. En cualquier caso, actúa.
Hay veces en que algo o alguien nos serrucha el piso y no nos queda nada en qué apoyarnos sino Él. Un suceso inesperado nos deja turulatos; una tragedia, enfermedad, traición o fracaso nos dan un golpe artero. Sentimos que nos arrancan todas nuestras frondosas ramas y terminamos como una de esas vides peladas, podadas casi hasta la raíz, en un terreno presumiblemente estéril.
Hasta que se dan las circunstancias propicias. Sale el sol. Cae la lluvia. Comprendemos que en Él tenemos todo lo que necesitamos, y se empieza a gestar el milagro de una nueva vida y nuevo desarrollo.