El efecto de un durazno
Cuando tenía ocho años, vi con mi familia un documental de la BBC acerca de un grupo de veteranos de guerra británicos que combatieron en el norte de África. A lo largo del mismo contaban sus experiencias de guerra, más que nada sobre el hambre, el miedo y las privaciones que soportaron en el camino hacia el triunfo. De aquellos conmovedores relatos, el que más se me quedó grabado fue uno bien distinto de los demás. Lo narró un caballero canoso y delicado de salud que sonreía cálidamente y contó que ¡su experiencia más inolvidable fue cuando le regalaron un durazno!
Explicó que el ejército italiano tomó a su división prisionera, y él y sus compañeros fueron trasladados a Italia. Sus captores los hicieron desfilar por la calle y se esforzaron todo lo que pudieron por humillarlos públicamente. Los transeúntes se hicieron cómplices de la humillación, burlándose de ellos, escupiéndoles y ventilando su ira y resentimiento contra ellos.
De golpe, de entre la multitud que los abucheaba, «salió una jovencita, me puso un durazno en la mano y desapareció corriendo antes que tuviera oportunidad de darle las gracias — contó el veterano—. Fue el durazno más delicioso que jamás había probado».
Aquel hombre debía de tener casi ochenta años; no obstante, los ojos le brillaban mientras relataba la anécdota de la italiana que había tenido ese gesto de bondad con él en una época de profundo odio y enemistad entre dos países en guerra. En aquel momento de ignominia y desesperación, esa chiquilla anónima hizo frente a la presión social y le ofreció un regalo sencillo, sincero, fruto de la compasión. En lugar de considerarlo un soldado de un país enemigo, lo vio como un hombre doliente que necesitaba que lo trataran con amabilidad. El veterano se acordó muchas veces de aquel durazno a lo largo de los duros años que siguieron hasta que la conflagración tocó a su fin, y también después, cada vez que necesitaba fuerzas para aferrarse a la esperanza, para dejar atrás el dolor y el trauma de la guerra y empezar una nueva vida.
Es muy posible que ella asignara escaso valor a su gesto; al fin y al cabo, no era más que un durazno. Seguramente ni soñaba que él recordaría su benevolencia el resto de su vida y que ese pequeño acto se incluiría en un documental que probablemente ha estimulado a otras personas a darlo a conocer, como yo lo estoy haciendo ahora.
El apóstol Santiago describió esa reacción en cadena cuando escribió: «Los que procuran la paz, siembran en paz para recoger como fruto la justicia » 1. Promovamos todos la paz entregando duraznos de amor y misericordia, aun cuando eso entrañe riesgos o sea poco convencional, pues las semillas que sembraremos —fuerzas para el desfallecido, alegría para el apesadumbrado, amor para el que sufre de soledad— justifican el costo.