AGUACATE
A mí me fascina el aguacate. Además de ser una fruta deliciosa, tiene muy diversos usos en la cocina. Eso sin hablar de sus extraordinarios beneficios para la salud: es una de las mejores fuentes de aceites naturales y de múltiples vitaminas.
En Chile, donde pasé muchos años de mi niñez y adolescencia, abunda el aguacate —llamado allí palta— y forma parte de muchos platos nacionales, entre ellos diversas ensaladas, sándwiches y hasta de los completos o hot dogs. Siempre me ha impresionado que el simple hecho de agregar unos trozos de palta a una ensalada o una capa de guacamole a una hamburguesa o sándwich los transforme. Tiene la virtud de cambiar una comida corriente en un plato exquisito. Al menos así me parece a mí. El aguacate es uno de los ingredientes fundamentales de mi dieta. Va bien con casi cualquier cosa. Es riquísimo hasta solo, como colación o tentempié. No hay más que cortarlo por la mitad, salpicarle un poco de sal y pimienta, echarle unas gotas de jugo de limón y mmm… ¡qué perfección!
Creo que lo que logra la palta — en términos de capacidad transformadora— es en cierto modo representativo de lo que nos aportan los actos de bondad y compasión. Hay muchas cosas que hacemos en el transcurso de nuestro trabajo, del cuidado de nuestra familia o incluso como simples ciudadanos responsables, que son buenas, bonitas, actos necesarios que expresan interés por los demás, pero que también se pueden volver rutinarios.
¿Te ha pasado que después de ver un mismo letrero muchas veces empieza a parecerte papel mural y ya no te fijas en él? A veces sucede eso con lo que hacemos por quienes nos rodean. Lo hacemos sin prestar particular atención, y los beneficiarios no se muestran muy agradecidos que digamos. En otras ocasiones somos nosotros los que no reconocemos ni advertimos como es debido lo que los demás hacen por nosotros. Cualquiera que sea el caso, cuando hacemos un esfuerzo adicional y añadimos un poco de aguacate — digamos que unas palabras de bienvenida o de aprecio—, se nota la diferencia.
Hace poco volví a casa en autobús después de una visita de varios días a una ciudad cercana. Aunque soy una avezada viajera y tengo bastante
aguante para los trayectos largos, lógicamente prefiero sentarme en un asiento donde no tenga a nadie a mi lado. Me había acomodado en mi butaca y, aunque el bus estaba casi lleno, todavía no se había sentado nadie a mi lado. Pero como era de esperar, enseguida se acercó un joven y me preguntó si podía sentarse.
— Claro que sí, cómo no —le dije, a lo que él me respondió:
—Nunca me había pasado que alguien me dijera: «Sí, cómo no». Es estimulante.
Siempre procuro ser amable con los desconocidos — ellos lo han sido conmigo en múltiples ocasiones—, y me alegré de haber creado un bonito recuerdo para alguien.
El chico se acomodó en el asiento, y entablamos una agradable conversación por un rato, hasta que ambos nos enfrascamos en nuestros dispositivos y nos colgamos los audífonos para distendernos. En el aire quedó una sensación de calidez y bienestar, mucho mejor que la incomodidad que uno siente cuando su codo golpea el del pasajero de al lado en el estrecho apoyabrazos. Nada de eso nos pasó. El viaje fue suave y blando, como la palta.
Seguramente habrás oído hablar del principio de Pareto, al que también se conoce como la regla del 80-20. El concepto es que alrededor del 80% de nuestra eficacia deriva de aproximadamente el 20% de nuestro esfuerzo. Me puse a cavilar sobre eso en relación con — a ver si lo adivinas— la palta. Según lo veo yo —una opinión puramente personal—, si bien la palta suele constituir el 20% o menos de una comida, bien puede representar el 80% de su rico sabor. Volviendo al tema de los gestos de consideración y bondad, creo que vale afirmar que si a un acto habitual de ayuda le añadimos unas pocas palabras y un toque personal, ese 20% de esfuerzo se convertirá en el 80% de lo que la otra persona recuerde del intercambio.