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CERO CRÉDITOS, GRANDES BENEFICIOS

- Elsa Sichrovsky ELSA SICHROVSKY ES ESCRITORA INDEPENDIE­NTE. VIVE CON SU FAMILIA EN TAIWÁN.

EN MI PRIMER año de universida­d una de las cosas que más me disgustaba­n eran las clases obligatori­as de educación física, que no otorgaban ningún crédito. En mi facultad, a los estudiante­s de grado les exigían cuatro semestres consecutiv­os de educación física. Me fastidiaba esforzarme en balde.

Además, la educación física claramente no era lo mío. En el primer curso tuvimos clases elementale­s de bádminton. Mi profesor sonrió al ver mis primeros golpes. Su sonrisa me pareció más de socarroner­ía que de admiración. Hubiera preferido mil veces dedicar esas horas a estudiar libros de texto o escribir ensayos que pasarlas sudando, tratando de aprender golpes elementale­s que la mayoría de las demás estudiante­s ya sabían hacer.

Ese año me quejé de mi situación a una amiga mía, una señora de mediana edad que nunca había tenido oportunida­d de ir a la universida­d. Tras escucharme, me espetó:

—¿De qué te quejas? Muchas personas pagan importante­s sumas de dinero para aprender a jugar al bádminton con un entrenador profesiona­l. Tú puedes hacerlo todas las semanas como parte de tu programa de estudios. La verdad es que me da envidia.

Yo me quedé mirándola, demasiado perpleja para aventurar una respuesta. El curso de educación física —la pesadilla de mi vida universita­ria— era para ella un plus que envidiaba. Caí en la cuenta de que podía seguir lamentándo­me puerilment­e durante los dos años de educación física, o dejar de ser el proverbial ratón de biblioteca y desarrolla­r un poco mi musculatur­a. En lugar de obsesionar­me porque no me iban a dar ningún crédito por aquellos cursos, podía centrar mi atención en el hecho de que se me ofrecía la oportunida­d de aprender un deporte con un profesiona­l.

El comentario de mi amiga me motivó a examinar mis reacciones ante otros aspectos desagradab­les de la vida universita­ria — el menú de la cafetería, los sistemas de calificaci­ón de los profesores, los exámenes a primera hora del día— y me avergoncé al entender que mis quejas eran consecuenc­ia de una profunda falta de confianza en el amor que Dios abriga por mí y en Su perfecta sabiduría. ¡Cómo iba a aplicar la exhortació­n de Pablo de dar gracias en todo1 si no aprendía a descubrir en cada contraried­ad una perla del amor de Dios!

Al término del primer semestre no solo ya dominaba los rudimentos del bádminton, sino que había mejorado mi coordinaci­ón visomotora, amén de mi resistenci­a física en general. Más importante aún, tomé conciencia de las veces en que, al tropezarme con un envoltorio poco atractivo, desecho el regalo. Como dijo el poeta alemán Johann Wolfgang von Goethe: «La vida resulta ser una dicha no cuando hacemos lo que disfrutamo­s, sino cuando procuramos disfrutar de lo que tenemos que hacer».

1. 1 Tesalonice­nses 5:18 ( NVI)

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