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EL DÍA QUE SE ROMPIÓ LA SILLITA

- Jewel Roque 1. Ronald Dunn (Grand Rapids: Zondervan, 2001) 2. Lucas 18:1 Jewel Roque estuvo 12 años en la India, donde trabajó de misionera. Ahora vive en California y es redactora y correctora de textos.

Estaba muy dichosa de haber tenido otro bebé. Allen era uno de esos niñitos felices y apacibles. Lo ponía en su sillita y — despierto o dormido— se quedaba quietecito mientras yo lo mecía con un pie y escribía en mi portátil. Tenía un trabajo de escritorio que desempeñab­a a media jornada, en casa, y estaba contenta de poder seguir haciéndolo aun con un bebé tan pequeño. Me enorgullec­ía de ser capaz de atender varias cosas a la vez y recibía muchos elogios por ello. El nene fue creciendo y pasaba más ratos despierto; así y todo, le encantaba su sillita mecedora.

Un día noté que la sillita estaba más cerca del suelo que de costumbre. Me imaginé que Jessica —mi hija mayor, que por entonces tenía dos años— se había sentado encima y la había vencido. Quise enderezar el armazón, pero no lo conseguí. Le pedí a mi marido que le echara un vistazo, y su conclusión fue que había que soldar la estructura. Era más fácil comprar una nueva.

Al rato llegó la hora de la siesta de Allen. Estaba acostumbra­da a dormirlo meciéndolo en la sillita sin parar de trabajar. Ese día, sin embargo, tuve que acunarlo en brazos hasta que se durmió. Primero lo estuve bamboleand­o mientras caminaba por la habitación, luego sentada en mi mecedora. Cuando por fin se durmió, no quise ponerlo en la cuna, no fuera que se despertara. Así que me quedé sentada como una inútil. Cuanto más pensaba en todo lo que tenía que hacer, más me impacienta­ba.

Entonces me vino una idea distinta: «Ponte a orar». Me acordé del título de un libro que había leído: No te quedes parado; reza por algo1. Apliqué, pues, ese principio. Oré por mi bebé, por el trabajo de mi marido, por mi hija, por mis diversas obligacion­es, por mis amigos y familiares. Para cuando el nene se despertó, me sentía increíblem­ente renovada y optimista. Tenía la impresión de haber logrado mucho más que si hubiera estado mecanograf­iando en la computador­a. Y segurament­e así fue.

Jesús nos enseñó que debemos «orar siempre» 2. Admito que no estoy ni cerca de alcanzar semejante grado de constancia en la oración; pero vamos, si logro pasarme la siesta de mi hijo rezando por los demás, tal vez me aproxime un poquito a ese ideal. A raíz de aquel contratiem­po que no me permitió rendir al máximo en mi trabajo, Dios me llevó a descubrir algo que tiene un valor mucho más duradero.

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