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Una noche LARGA Y OSCURA

- Joyce Suttin Joyce Suttin es docente jubilada y escritora. Vive en San Antonio, EE. UU.

Había ido a la tienda naturista, a diez cuadras de casa, para comprar vitaminas. Aunque me encanta caminar y hacía ese trayecto a menudo, ese día la sensación era diferente. Primero se me olvidó mi listita, luego me confundí con el dinero del cambio.

De regreso me detuve en un paso de peatones a la espera de que cambiara el semáforo. Al cabo de unos momentos noté que la gente me miraba raro, y entendí que, aunque el semáforo había cambiado varias veces, yo no había cruzado. El resto del trayecto se me hizo más largo que de costumbre.

Entré en la cocina y me puse a preparar la cena. Los niños habían regresado del colegio, así que tenía que darme prisa. Entonces sucedió algo de lo más inesperado. Me fijé en el charco de agua que había en el piso y de golpe caí en la cuenta. Tenía apenas siete meses de embarazo, pero algo no andaba nada bien: estaba empezando el trabajo de parto.

Teníamos una partera que había venido varias veces a casa a revisarme. Se presentó enseguida y confirmó que se había roto la bolsa de aguas. Me recomendó que, dadas las circunstan­cias, fuera enseguida al hospital. Allí me mandaron reposo total, mientras esperaba a aquel bebé que quería hacía su aparición con ocho semanas de antelación.

La semana se me hizo eterna. Aunque no me gustaba estar hospitaliz­ada, me aseguraron que no me quedaba otra opción. Mi útero estaba comprometi­do. Si no daba a luz pronto contraería una infección y me tendrían que someter a un parto de emergencia. Repliqué que eso

no era posible, que había tenido tres partos perfectame­nte naturales, tres bebés perfectos. Insistiero­n en que, si abandonaba el hospital, el bebé moriría, y posiblemen­te yo también.

Tenían razón. Después de pasarme toda esa semana orando para que el bebé permanecie­ra en mi vientre lo más posible, me sentí muy enferma. De golpe me vino una fiebre de 40°, y me ingresaron de urgencia en la sala de partos. Luego de unas contraccio­nes esporádica­s, unas difíciles intervenci­ones y casi una cesárea, di a luz a mi segundo hijo varón.

El parto fue distinto de los anteriores. Me costó celebrarlo. Estuve orando con toda el alma, me administra­ron cantidad de medicament­os, y enseguida se llevaron al bebé a cuidados intensivos. Esa noche fue la más difícil de mi vida. Me encontré sola, batallando contra una fuerte infección que me recorría el organismo y escuchando que la situación era un cara o cruz, es decir, que mi bebé tenía un 50 por ciento de probabilid­ades de sobrevivir a aquella noche.

La oración puede tener diversos grados de fervor. Antes de eso yo había rezado frecuentem­ente por otras personas, invocado protección para mi familia y orado por todas las cosas por las que se suele orar. Pero la desesperac­ión que sentí aquella noche no la había tenido nunca. Estaba enferma y desvalida. No había nada que pudiera hacer salvo orar. No hice otra cosa. No podía dormir. Me quedé esperando a que pasaran a ponerme las inyeccione­s y rezando. Fue la noche más lóbrega de mi vida, una situación que puso a prueba todo aquello en que había depositado mi fe y cimentado mi vida.

¡Cuántas veces había hablado de la eficacia de la oración! ¡Cuántas veces había citado versículos de la Biblia que dicen que para recibir hay que creer! Aquella noche, sin embargo, mi hijo recién nacido y mi fe estaban en el altar: lo único que podía hacer era reclamar las promesas divinas de sanación y luchar por creer que Dios salvaría a mi bebé.

Al amanecer vino una enfermera a decirme que el niño estaba estable. Me bajó la fiebre, y descansé plácidamen­te por primera vez desde el parto. Al despertar me dijeron que podía ir a cuidados intensivos a ver a mi hijo.

Tomé en brazos a aquel bebé chiquitito y me eché a llorar. Dios nos había salvado a los dos. Había fortalecid­o su corazón y sus pulmones débiles y lo había mantenido vivo a pesar de la dificultad del parto. El bebé había estado a un tris de morir, pero había luchado por vivir, y el Señor había luchado por él y por mí durante toda aquella noche incierta. Sostuve en mis brazos a aquel preciado tesoro y supe que, así como Dios nos había guardado, de ninguna manera faltaría a Su Palabra.

Puede que no todo salga según nuestros planes. A veces se presentan situacione­s críticas. Muchas de nuestras esperanzas se truncan. Con todo, estoy segura de que Dios sigue en el trono y la oración cambia las cosas. Su Palabra es un firme cimiento en el que podemos apoyarnos en las largas y lóbregas noches de nuestra vida.

ME BUSCARÁN Y ME ENCONTRARÁ­N, cuando me busquen de todo corazón. Jeremías 29:13 ( NBLH) Aun si voy por valles tenebrosos, NO TEMO PELIGRO ALGUNO PORQUE Tú ESTÁS A MI LADO; Tu vara de pastor me reconforta. Salmo 23:4 ( NBD) Abraham estaba plenamente convencido de que DIOS ES PODEROSO PARA CUMPLIR TODO LO QUE PROMETE. Romanos 4:21 ( NTV)

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