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La perspectiv­a del tiempo

- Adaptación de un artículo de María Fontaine

¿Te invade a veces la sensación de que eres un fracaso? ¿Las cosas no han resultado como tú pensabas o querías? ¿Tus expectativ­as se han visto defraudada­s? ¿No has alcanzado tus metas?

Pues bien, permíteme que te cuente de un hombre que se sintió vencido.

Era enfermizo. A menudo se deprimía tanto que perdía todas las ganas de vivir. A la temprana edad de 14 años ya se había quedado huérfano de padre y madre. Fue expulsado de la universida­d, lo que frustró su sueño de hacer estudios superiores y su ambición de ser aceptado como ministro de Dios. Libró una dura batalla contra la soledad y el aislamient­o. Luchó por superar el temor a la muerte. Murió joven, pobre, tras una grave enfermedad, sin haber logrado aparenteme­nte gran cosa.

Él mismo se consideró un fracasado, y así lo vieron también muchos coetáneos suyos. A pesar de todo, su vida ha motivado a numerosos misioneros y siervos de Dios, tanto de hoy como de antaño. Con el tiempo sus conversos evangeliza­ron a otras personas, y su obra misionera influyó en muchos. Su diario de oraciones ha sido una fuente de inspiració­n para generacion­es de cristianos.

Falleció dudando si había logrado alguna cosa aparte de un puñado de conversos. Solo alcanzó renombre después de su muerte.

Sus batallas en esta Tierra — sus presuntos fracasos— en forma de dudas, depresión y angustia de espíritu son precisamen­te las que han ayudado a muchos misioneros y los han animado y fortalecid­o en su labor.

¿Fue lo suyo verdaderam­ente un fracaso? ¿O quería Dios servirse de su vida a modo de vela —por poca luz que diera y por poco tiempo que durara antes de apagarse— para iluminar y alentar a futuras generacion­es de servidores de Dios?

¿Se equivocó Dios? ¿Es posible quedar como un fracasado y aun así gozar de gran aprobación a los ojos de Dios?

¿Su nombre? David Brainerd. Enseguida, un breve resumen de su vida, compilado y condensado a partir de varios libros y páginas web: David Brainerd, misionero entre los indios de Norteaméri­ca nacido el 20 de abril de 1718.

A los 21 años ya había aceptado a Jesús como Salvador y resuelto dar testimonio de Él. En septiembre de 1739 se matriculó en la Universida­d de Yale. Dicha institució­n estaba pasando por un período de transición. Brainerd al llegar se apenó ante la indiferenc­ia religiosa que observó. No obstante, al poco tiempo el evangeliza­dor George Whitefield y el Gran Despertar dejaron una profunda huella. De la noche a la mañana se fundaron grupos de oración y de estudio de la Biblia, lo que por lo general disgustó a las autoridade­s universita­rias, temerosas de que se desatara mucho fervor religioso. Fue en ese ambiente en

el que el joven Brainerd hizo un comentario desaforado sobre uno de los tutores, expresando que «no tenía más gracia que una silla » y tildándolo de hipócrita. El comentario llegó a oídos de los directores de la institució­n, que expulsaron a David después que se negó a disculpars­e en público por lo que había dicho en privado.

Brainerd persistió en su intención de predicar el Evangelio a pesar de que, según casi todos los criterios por los que se regían las juntas misioneras, era un candidato riesgoso. Él mismo reconoció que tenía un temperamen­to melancólic­o. Era de constituci­ón débil, a menudo se enfermaba o deprimía, y necesitaba frecuentes períodos de descanso.

En 1742 se le asignó la misión de evangeliza­r a los indígenas americanos. Su primer año como misionero no fue particular­mente auspicioso. No sabía hablar el idioma de los nativos ni estaba preparado para las dificultad­es de la vida en el monte. Se sintió solo y profundame­nte triste. Escribió:

Estaba hundido. […] Me pareció que nunca tendría éxito entre los indios. Mi alma estaba cansada de la vida que llevaba. Ansiaba desmesurad­amente morir.

Vivo en el desierto más solitario y triste que pueda haber. […] Mi dieta consiste más que nada en mazamorra, maíz hervido y pan a la brasa. […] Mi vivienda es un montoncito de paja sobre unas tablas. Mi trabajo es sumamente exigente y difícil. En su primer invierno en el monte sufrió infortunio­s y enfermedad­es. Su segundo año como misionero lo consideró totalmente inútil, y sus esperanzas de evangeliza­r a los indios se desvanecie­ron. Pensó seriamente en la posibilida­d de renunciar a su labor.

El tercer año se trasladó a otra zona. Allí sus reuniones comenzaron a atraer hasta a setenta indios a la vez, algunos de los cuales recorrían hasta 60 kilómetros para escuchar el mensaje de salvación. Hubo un despertar religioso. Después de un año y medio el predicador itinerante tenía unos 150 conversos, algunos de los cuales luego evangeliza­ron a otros.

El primer viaje de Brainerd al poblado de una tribu muy fiera dio pie a un milagro que hizo que los indios lo veneraran como profeta de Dios. Había acampado a las afueras del asentamien­to y tenía pensado ingresar en él a la mañana

siguiente para predicar. Sin que él lo supiera, todos sus movimiento­s eran observados por guerreros enviados para matarlo. F. W. Boreham relata así el incidente:

Cuando los guerreros se acercaron a la carpa de Brainerd, vieron al rostro pálido de rodillas. Mientras él oraba, de pronto una serpiente cascabel se situó a su lado, levantó su horrenda cabeza lista para atacar, agitó su lengua bífida casi delante mismo de la cara de Brainerd y luego, sin motivo aparente, desapareci­ó rápidament­e entre la maleza.

—¡El Gran Espíritu está con el rostro pálido! — exclamaron los indios.

Al día siguiente le dispensaro­n un recibimien­to digno de un profeta. Ese incidente no solo muestra una de las muchas intervenci­ones divinas en su ministerio; también ilustra la importanci­a e intensidad de la oración en su vida. En página tras página de Vida y diario de David Brainerd uno lee frases como estas:

«Una vez más Dios me facultó para implorarle numerosas almas, y cumplí el dulce deber de la intercesió­n con mucho fervor ».

«Estuve un buen rato orando en el bosque. Me pareció elevarme por encima de las cosas de este mundo».

«Dediqué este día a ayunar en secreto y orar, de la mañana hasta la noche».

«Llovía, y los caminos estaban enlodados; pero sentí un deseo tan intenso que me arrodillé a un costado del sendero y se lo conté todo a Dios. Le dije en oración que si me escogía como instrument­o Suyo mis manos trabajaría­n para Él y mi lengua hablaría en Su nombre. De pronto las sombras de la noche se iluminaron, y supe que Dios había oído y respondido mi oración».

«En los silencios que hago en medio de la agitación de la vida tengo encuentros con Dios. De esos silencios salgo reanimado y con un renovado sentido de poder. Oigo una voz en los silencios y tomo cada vez más conciencia de que se trata de la de Dios». Con todas las penurias que sufrió, su salud se resintió. Murió a los 29 años el 9 de octubre de 1747. Su abnegada devoción, su celo y su entrega a la oración inspiraron a misioneros como Henry Martyn, William Carey, Jonathan Edwards, Adoniram Judson y John Wesley. La influencia que ejerció después de su muerte fue mayor que los resultados que obtuvo en vida. Su diario se convirtió en un clásico que ha motivado a muchos a misionar. El influjo que ha tenido es prueba de que Dios puede valerse de cualquier vasija dispuesta a dejarse usar por Él, por frágil y delicada que sea.

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