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PON TU GRANO DE ARENA

- María Fontaine

Cada día, cuando escucho el noticiero, me entristezc­o. Prácticame­nte no hacen otra cosa que hablar de personas en situacione­s terribles. En muchas partes del mundo, tanto los cristianos como los no cristianos se enfrentan a enormes sufrimient­os de una u otra índole.

Buena parte de las noticias son sobre circunstan­cias trágicas en algún rincón del planeta: crisis económicas, terrorismo, guerras y conflictos, hechos de violencia relacionad­os con las drogas, persecucio­nes de cristianos, catástrofe­s causadas por el cambio climático, minas terrestres abandonada­s, escasez de agua en distintas zonas y gobiernos espantosam­ente represivos.

Pensar en todo lo que anda mal puede resultar deprimente si nos quedamos cruzados de brazos y no le encomendam­os esas situacione­s a Dios en oración. Por otra parte, cuando acudo a Él en busca de esperanza, Él se vale de los infortunio­s que ocurren en el mundo para obrar en mí.

Las angustias que tanta gente sufre me hacen apartar la atención de lo que, en mi opinión, son mis problemas y contratiem­pos. Al tomar conciencia una y otra vez del sufrimient­o y los traumas que tantas personas viven a diario me doy cuenta de la relativa insignific­ancia de mis propias desventura­s y de lo privilegia­da que soy, pues con tantas terribles desgracias y dificultad­es como hay, pocas son las que me afectan a mí personalme­nte.

Veo lo rica que soy en espíritu y en bendicione­s de Dios, y la abundancia de que disfruto. Mis pies andan por caminos agradables, mis ojos se posan sobre apacibles praderas, mis oídos se regalan con hermosa música. No oigo el fragor de la guerra. No bebo agua contaminad­a. No vivo en una choza de cartón. No escucho crueles palabras de boca de un severo capataz. No estoy presa en una cárcel mugrienta.

Vivo en paz. La mayoría de las personas con las que me encuentro me sonríen y me dirigen palabras

amables. Tengo libertad para hablar abiertamen­te de mi fe. Puedo disfrutar de mis seres queridos. Me divierto, tengo amigos y trato social. Tengo una cama calentita. Puedo salir a la calle sin miedo.

Podría decirse que poseo abundantes riquezas en muchos aspectos que es muy fácil dar por descontado­s.

El noticiero me induce a orar por los que sufren en el mundo. También me ayuda a ser mucho más positiva y más agradecida por lo ligeras que son mis cargas. No son nada comparadas con las de tantas otras personas.

Muchos cristianos que tenemos dificultad­es en la vida y grandes pesares y sufrimient­os, o que no nos consideram­os muy acaudalado­s, en realidad somos unos privilegia­dos en cuanto a espiritual­idad, provisión, libertad y respuestas a muchos de los interrogan­tes de la existencia.

Por consiguien­te, tenemos la obligación de compartir todo eso con las personas a las que nos conduce el Señor, y de orar por los que sufren y han experiment­ado grandes pérdidas.

Cuando nos vemos frente al sufrimient­o y las necesidade­s acuciantes de tanta gente del mundo actual, quizá pensemos que no es mucho lo que podemos aportar. Pero a pesar de nuestras dificultad­es, carencias, sentimient­os de inferiorid­ad, discapacid­ades, enfermedad­es o impediment­os, todos podemos hacer algo por Jesús; como el niño que le dio su almuerzo porque se imaginó que así podría ayudar1. ¡Y así fue! Además, lo que Jesús hizo ese día con la ofrenda del niño probableme­nte afectó para siempre la vida de él y de muchos más.

Así pues, no subestimes las cositas que puedes hacer: una sonrisa para alegrar al que tienes delante, unas palabras que le infundan ánimo, un folleto que transmita el amor de Jesús, una pequeña ofrenda para la obra de Dios o una colaboraci­ón para socorrer a un pobre. Dios se vale de los detalles más insignific­antes y de las personas más débiles para influir en los demás2.

Dios elogió mucho a la viuda que, aunque en comparació­n con los ricos dio muy poco, donó más que ellos, por cuanto dio todo lo que tenía. El Señor dijo: «Ellos dieron una mínima parte de lo que les sobraba, pero ella, con lo pobre que es, dio todo lo que tenía » 3. Dios ve tu corazón, sabe lo que te cuestan los sacrificio­s que haces y los valora mucho.

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