¿QUIÉN ES MI PRÓJIMO?
Estaba frente a un grupo de alumnos de ocho y nueve años de una escuela dominical, leyendo en una Biblia bien ilustrada estilo historieta la conocida parábola del buen samaritano1. El relato terminaba con la pregunta que planteó Jesús:
—¿Cuál de estos tres piensas que demostró ser el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?
—El que se compadeció de él — contestó el experto en la ley.
— Anda entonces y haz tú lo mismo — concluyó Jesús2. Un niño pelirrojo de cara pecosa me preguntó: —¿Dónde están las personas que necesitan mi ayuda? Esa pregunta me dejó pensativa. Es cierto que no todos los días nos encontramos a alguien golpeado y botado en la calle, o a alguien a quien hayan robado o maltratado; y que yo sepa, mis vecinos rara vez necesitan algo de mí.
Ahondando más en el asunto, me puse a pensar en lo que hago en un día típico, que más o menos discurre así:
Media hora de reflexión y oración por la mañana temprano, seguida de un poco de ejercicio y un desayuno ligero. Luego generalmente me preparo con prisas para lograr salir a tiempo y evitar el tráfico de la hora pico. Aunque llegue a tiempo a mis citas, en esta ciudad de África casi nadie es puntual, lo que atrasa mi llegada a la siguiente cita y por ende me condena a formar parte del grupo de los impuntuales. Eso me pone de mal humor y me vuelve poco compasiva, con lo que no me detengo a darle una moneda a la anciana en harapos que mendiga en una esquina, ni al hombre en silla de ruedas, con muñones por piernas, que extiende la mano a la vera de la carretera. Paso de largo a toda velocidad. «¿Eran mi prójimo?» Voy de una cita a otra con poco tiempo para responder a un mensaje de texto de un amigo que necesita unos minutos de atención. Tal vez habría significado mucho para él poder desahogarse conmigo. «¿Era mi prójimo?»
Leo apresuradamente un correo de un viejo conocido que me cuenta que su vida ha dado un desafortunado giro y necesita a alguien con quien hablar. Decido que tendrá que esperar hasta más tarde y me pongo a contestar otras notas relacionadas con asuntos apremiantes de trabajo. «¿Podría ser que él era mi prójimo?»
Más tarde, al ir al parqueadero a recoger mi auto, veo que el señor estacionado junto a mí intenta frenéticamente arrancar su vehículo, y no lo consigue. Por lo visto necesita puentearlo. Uf, eso tendrá que hacerlo un buen samaritano, no yo. Mis cables están enterrados en algún lugar del maletero, debajo de unos productos que tengo que entregar en la sede de una de nuestras obras sociales de camino a casa. «Seguro que él no es mi prójimo», me digo, y me siento al volante mirándolo con cara de lástima. En todo caso, tengo que asistir a una reunión de un programa de asistencia humanitaria, y se me hace tarde.
Después de esa reflexión, me di cuenta de que todos los días me encuentro con personas necesitadas. Es fácil no hacerles caso y seguir con mis importantes quehaceres. También me acordé de las numerosas veces en que me he
beneficiado de algún buen samaritano que decidió que yo era su prójimo y me tendió una mano amiga cuando me encontraba en un aprieto. Visto eso, resolví prestar más atención a los pequeños gestos de bondad y solidaridad que puedo tener para con el prójimo a lo largo de mis ajetreadas jornadas.
Al día siguiente, sin ir más lejos, mi resolución fue puesta a prueba. Resulta que me llamó una amiga para pedirme que le cuidara una hora a su hijito mientras ella iba a una cita odontológica. Yo tenía pensado tomarme un descanso aquel sábado, pero me acordé de lo que había decidido y le contesté que sí, confiando en que podía dedicarle esa hora y aún tendría tiempo para descansar después. Además le envié una nota a aquel conocido que penaba y le dejé una moneda a la mendiga de la esquina. Afortunadamente, ese día nadie necesitó mis cables para puentear el auto.
En las semanas siguientes me topé con otros prójimos, y seguramente habrá muchos más en el futuro. Hasta una sonrisa puede llegar muy lejos, tanto como una ayudita, una dádiva, unos brazos para llevar una bolsa, un mensaje de texto alentador, una comida compartida, unos momentos de atención exclusiva o una llamada telefónica.
Son incontables los pequeños gestos y actitudes que pueden mejorar nuestro entorno si estamos atentos, si recordamos al buen samaritano y le preguntamos a Dios periódicamente: «¿Quién es mi prójimo?»