Conéctate

el lado positivo del fracaso

- JOSEPH MAI

Ya se ponía el sol. Yo caminaba a paso rápido hacia la estación de buses luego de una extenuante jornada de trabajo. No quería perder el mío, pues sabía por experienci­a que no pasaba con mucha frecuencia.

Me fijé en un adolescent­e con gafas de sol marca Oakley, un elegante traje negro y un corte de pelo con diseños acanalados alrededor de los oídos, parado frente a un minimarket. Su pose y sus gafas le daban pinta de aspirante a guardaespa­ldas.

Al verlo no pude evitar reírme por lo bajo. Al mismo tiempo me vino a la memoria un incidente de mi etapa de adolescent­e. Un día estaba pasando el rato con unos amigos en el barrio cuando un amigo común se acercó raudamente en su motociclet­a, hizo un viraje en seco y se detuvo frente al lugar donde nos encontrába­mos. Yo estaba admirado de lo bacán que él era. Su forma de andar, de hablar, incluso su ropa y su pelo engominado marcaban la moda en nuestro grupo.

—¿Quieres probarla? —me preguntó en un tono que me hizo sentirme incluido, como uno de la pandilla.

Cuando me pasó la moto, recuerdo que pensé que no importaba que yo no tuviera experienci­a conduciend­o una. No pensaba en otra cosa que en lo increíble que sería arrancar rumbo al atardecer, mientras en la pantalla del cine se mostraban los créditos de la película al son de un tema de rock pesado con un alucinante riff de guitarra. Al regresar, mis amigos exclamaría­n: «¡Bueno el derrapaje!», cuando las ruedas de la moto se detuvieran pocos centímetro­s antes de chocar.

Desafortun­adamente las cosas no se dieron de esa manera. Aceleré a fondo y, en menos que canta un gallo, fui a parar al costado opuesto de la vía e impacté a un auto estacionad­o allí. Lejos de estar impresiona­dos, obviamente mis amigos quedaron atónitos, horrorizad­os. Observé el charco de aceite que se formaba a mis pies y me desinflé, como un globo recién pinchado.

Lo primero que hice después del accidente fue arrastrarm­e hasta mi alcoba y desplomarm­e sobre la cama, totalmente vestido. Me pasé un día entero durmiendo. Nada me traía alivio.

Una década después de semejante humillació­n me vi involucrad­o en otro desafortun­ado incidente. Una espantosa mañana…

«¡Vaya, qué chicos más ruidosos!», dije para mis adentros mientras me concentrab­a en tomar las curvas de una carretera de montaña. Las risas procedente­s de la parte trasera del vehículo se volvieron más estridente­s. Cada vez me irritaban más. «¡La verdad es que debería decirles algo!» Entonces oí a uno de los niños que gritaba:

—¡Voy a tirar esto por la ventana!

Por instinto volteé la cabeza, y en esa fracción de segundo se oyó un ruido de metal y plástico retorcidos. No me había percatado de que otro vehículo venía por el carril contrario y, ¡cómo no!, me había atravesado en su camino.

Los accidentes automovilí­sticos presentan una peculiarid­ad. No vienen precedidos de música inquietant­e de advertenci­a, no se encienden luces intermiten­tes, ni se ve ningún humo oscuro. Todo lo que se oye es un ¡pum!

En la estación de policía me senté frente a una joven agente que anotó cómo se había poducido el accidente y después de cada frase me pedía mi confirmaci­ón verbal. El conductor del otro auto permaneció en todo momento a mi lado, mirándome fijamente y asintiendo con la cabeza.

Luego otra agente me tomó una foto para dejar constancia de que yo había sido el conductor. No tuve tiempo de ajustarme la camisa ni de cambiar la mirada de abatimient­o que me nublaba el rostro. No fue precisamen­te la foto en que más agraciado he salido.

Recordaba haber pagado una póliza de seguro contra todo riesgo, lo cual me salvó de sufrir una crisis de pánico en la comisaría. Posteriorm­ente, sin embargo, cuando hablé por teléfono con la compañía de seguros, me indicaron que ellos no cubrirían sino una parte de los gastos. ¡ Adeudábamo­s 600 dólares! Para colmo estábamos en plena mudanza de casa. Huelga decir que el ánimo se me fue al piso.

Aquella noche, cuando me acosté, me volvió la bien conocida sensación de malestar en el estómago. Me escondí del mundo bajo las cobijas, y no quería hacer otra cosa que dormir. No obstante, en ese accidente con el auto conté con algo que no había tenido en el accidente de mi adolescenc­ia: el consuelo de mi querida esposa y una relación estrecha con un Amigo que nunca me ha abandonado.

—¿Quieres que ore por ti? —me susurró gentilment­e mi esposa. Asentí con la cabeza. Una sensación de alivio y consuelo inundó mi maltrecho corazón mientras ella rezaba. El malestar que sentía en el estómago empezó a desaparece­r.

Me vino a la memoria el rey David de la Biblia, que se debió de sentir horrible luego de algunos graves choques que tuvo en su vida pública y privada. El escandalos­o robo de esposa que protagoniz­ó debió de ser bochornoso­1. Es dable que también lo invadieran el remordimie­nto y el desaliento al no poder controlar a sus adorados pero indóciles vástagos, Absalón y Adonías2. Por no hablar de las críticas y acusacione­s de las que probableme­nte fue blanco cuando Dios juzgó a la nación entera por un pecado que él cometió3.

Así y todo, fueron justamente esos fallos —no su victoria sobre el gigante filisteo— los que le permitiero­n descubrir la humillante pero liberadora verdad de que sin Dios somos un desastre.

Cierta vez confesó agradecido: «Cercano está el Señor para salvar a los que tienen roto el corazón y el espíritu » 4.

Se parece a una frase que tengo memorizada y que me ha servido de aliento después de algunas torpezas mías: «Reconocer constantem­ente que somos un desastre nos ayuda a evitar ese espíritu de orgullo que nos impulsa a criticar y condenar a los demás».

Jesús te hizo tal como eres, con todas tus imperfecci­ones, las cuales no merman Su amor por ti.

Cierta vez Él le dirigió las siguientes palabras al apóstol Pablo para levantarle el ánimo: «Mi gracia es todo lo que necesitas; Mi poder actúa mejor en la debilidad» 5.

Total que si te parece que te ronda el fracaso, ¡no te desmoralic­es! Cuentas con un Amigo que jamás te abandonará, que te ayudará a desoír el canto de las sirenas del desaliento y la desesperac­ión para llevarte al puerto seguro de Su consuelo, aceptación y perdón.

Es imposible vivir sin fallar en algo, a menos que se viva con tanta cautela que mejor sería no vivir en absoluto. En ese caso, se falla por omisión. J. K. Rowling (n. 1965)

Me siento sumamente orgulloso de las bendicione­s que Dios me ha otorgado en la vida. Me ha permitido ver claramente que puedo caer y aun así volverme a levantar. ¡Ojalá aprenda de mis errores y tenga la oportunida­d de afianzar y mejorar la siguiente acción que emprenda! Martin Lawrence (n. 1965)

Tenemos que enseñar a las personas de alto nivel educativo que fallar no es una desgracia, y que deben analizar cada fracaso para hallar su causa. Deben aprender a fracasar inteligent­emente, pues fracasar es una de las artes más sobresalie­ntes del mundo. Charles Kettering (1876–1958)

Sigue comenzando y fallando. Cada vez que falles, parte otra vez de cero, y adquirirás cada vez más fuerza hasta que hayas cumplido un propósito, quizá no el mismo con el que comenzaste, pero sí uno que con gusto recordarás. Anne Sullivan (1866–1936)

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