HACER EL RIDÍCULO
Una buena amiga mía decidió tomar clases de tenis. Se compró todos los implementos, programó su primera clase y se dirigió a las canchas.
Sin embargo, al llegar se dio cuenta de que había otras personas por los alrededores: niños en la zona de juegos, gente que paseaba a su perro, y otros más que estaban presenciando un partido de béisbol a poca distancia. Aunque nadie la estaba mirando a ella, al ver toda esa gente se cohibió terriblemente.
Comenzó la clase, pero no era capaz de pegarle a la pelota por lo nerviosa que estaba. No hacía sino mirar a un lado y a otro para ver si alguien la observaba. Se sintió torpe y hasta tonta por ponerse siquiera a jugar.
Finalmente el profesor le pidió que se sentara.
—¿Sabes? —le dijo—, nadie tiene éxito en nada a menos que esté dispuesto a hacer el ridículo al principio.
Le explicó que hasta que no dejara de pensar en sí misma y de preocuparse de cómo se veía en la cancha, es decir, hasta que no estuviera dispuesta a hacer el ridículo, no iba a progresar y aprender a jugar.
Mientras mi amiga me contaba esa anécdota, reflexioné sobre las muchas veces que yo he hecho lo mismo, y no solo en actividades deportivas.
Viví en México casi ocho años, pero no aprendí sino lo más elemental de español. En cambio, mi hermana al cabo de pocos años ya lo dominaba. ¿Por qué? ¿Por ser más inteligente que yo? ¿Por tener un coeficiente intelectual más elevado? ¿Más facilidad para aprender idiomas? ¿Más horas de estudio? Seguramente esos factores ayudaron, pero la razón fundamental es mucho más sencilla: estuvo dispuesta a arriesgarse.
Cuando yo no me animaba a decir algo porque no estaba segura de cómo decirlo, ella se lanzaba y lo intentaba. Cuando teníamos ocasión de juntarnos con personas que solo hablaban español, yo hacía lo posible por escabullirme. En cambio, ella aprovechaba la oportunidad para practicar.
Cometía muchos errores y a veces hacía el ridículo. De hecho, al principio yo incluso me burlaba de las cosas que ella decía mal; pero eso no la detuvo. Averiguaba lo que había dicho mal, aprendía a decirlo bien y se aventuraba de nuevo.
Me pregunto cuántas cosas no me habré perdido por simple temor al fracaso, por miedo a hacer el ridículo.
Más importante aún: ¿cuántos grandes planes quizá tenía Dios para mí que malogré por el mismo motivo?
Tal vez no pinta tan grave una vez que la persona alcanza sus metas; pero nadie inicia su trayectoria con rótulo de héroe. Para alcanzar la grandeza, uno tiene que arriesgarse a hacer el ridículo.
Ese fue el caso de Josué y los hijos de Israel cuando rodearon la ciudad de Jericó. Los israelitas disponían de un poderoso ejército con el que ya habían derrotado a otros enemigos. No obstante, Dios les pidió que caminaran alrededor de la ciudad en lugar de entablar combate. Imagínate lo que se les pasó por la cabeza al tercer o cuarto día. «Ya pues, llevamos varios días caminado, y no pasa nada. El ejército de Jericó se está burlando de nosotros. ¡Parecemos unos imbéciles!»
Pero ¿se dieron por vencidos? No. Y como siguieron las instrucciones de Dios, a pesar de que les hicieron quedar en ridículo, la muralla de la ciudad se desplomó, y pudieron conquistarla1.
De todos los que habrían podido enfrentarse al gigante Goliat, David era el menos indicado. No había sido adiestrado en el uso de armas, no había participado en ninguna batalla, ni tenía experiencia alguna en desafiar gigantes. Para colmo, era un jovencito escuálido.
¿Dejó que eso lo frenara? Nanay. ¿Se dejó intimidar cuando se rieron de él por ofrecerse a pelear con Goliat? ¿Se echó para atrás cuando Goliat se burló de él? Ni por asomo. No permitió que nada le impidiera cumplir su destino. Dio un paso adelante, se arriesgó a hacer un papelón y mató al gigante2.
La primera novela del afamado escritor John Grisham, Tiempo de matar, fue un fracaso al principio. El manuscrito fue rechazado por 16 representantes y una docena de editoriales. Finalmente una pequeña compañía imprimió 5.000 ejemplares, de los cuales Grisham compró 1.000 para venderlos él mismo. Hizo una pequeña campaña para promover su libro, empezando en la biblioteca de su ciudad y luego en otras de la región. Le tomó varios meses vender los libros que había adquirido. Me imagino que se ponía nervioso y quizá se sentía majadero intentando vender su libro a extraños. Me pregunto si alguna vez no le asaltó la duda: «Debería abandonar esta idea ». Durante ese tiempo, sin embargo, Grisham no se dio por vencido, sino que escribió una segunda novela, La firma, que tuvo un éxito fulminante. Su determinación valió la pena3.
La Biblia dice que «todo lo puedo en Cristo que me fortalece» 4. No sugiere que lo podamos hacer «todo a la perfección, sin cometer errores», ni «todo sin dificultades, sin hacer el ridículo». Si fuera así, no necesitaríamos que Él nos fortaleciera. La vida sería coser y cantar, no tendríamos que hacer esfuerzo alguno.
Hay que tener fortaleza para arriesgarse a hacer el ridículo. Y lo mismo para fracasar y no cejar en nuestro empeño. Hace falta fortaleza para probar algo que parece una locura o poco realista. Pero esa es la fortaleza que Dios prometió proporcionarnos.
¿Hay algo que hayas estado evitando por miedo a fracasar? ¿Hay algún reto en tu vida que estás eludiendo para no hacer el ridículo en caso de que la embarres? Si es así, cambia. Date la vuelta. Haz frente a esa empresa difícil pero emocionante, anímate a hacer el ridículo y triunfarás.