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Un hermano mayor

- Elsa Sichrovsky es escritora independie­nte. Vive con su familia en Taiwán.

Cuando tenía nueve años, un día fui a una piscina con mi hermano mayor. Yo todavía no nadaba muy bien. Apenas sabía nadar como un perrito y flotar de espalda. Mi hermano mayor, en cambio, era un excelente nadador. Por eso mis padres lo enviaban conmigo, para que me vigilara. Aquella mañana él y yo habíamos discutido por algo que ni recuerdo; de ahí que estuviera molesta por la insistenci­a de mis padres en que él me acompañara. Estaba resuelta a hacer lo que me diera la gana e insistí en nadar de punta a punta por mi cuenta.

Comencé en el extremo pando de la piscina. Iba flotando de espaldas cuando de golpe se me ocurrió que debía de estar llegando a la parte honda y me dio miedo que fuera a golpearme la cabeza contra el borde. Pensando que estaba a pocos centímetro­s, me di la vuelta. En realidad, apenas había recorrido tres cuartas partes del largo de la piscina, pero ya no tocaba el fondo con los pies. Entré en pánico y comencé a agitar los brazos descontrol­adamente, lo que hizo que me entrara todavía más agua en la nariz y la boca. Estaba ahogándome y debatiéndo­me desesperad­amente cuando sentí unos brazos que me tomaban de la cintura, me alzaban y me llevaban hacia el borde de la piscina.

—¿Estás bien? —me preguntó mi hermano.

Musité algo mientras tosía agua. Me dio vergüenza y me imaginé que me pegaría un regaño. Pero él esperó pacienteme­nte a que me calmara y me llevó de vuelta a casa.

No recuerdo que tuviera una relación muy estrecha con mi hermano. Discutíamo­s por tonterías, como a cuál de los dos le había tocado la tostada más grande para desayunar y cosas así. Con todo, el día que me rescató en la piscina se puso en evidencia la solidez de nuestro vínculo fraternal. A pesar de nuestras diferencia­s, en el momento en que más lo necesité, él estuvo a mi lado.

El amor de mi hermano es ilustrativ­o de cómo Jesús —mi Hermano Mayor espiritual— es mi pronto auxilio en las tribulacio­nes. Aun cuando me alejo de Él por orgullo o terquedad, y discuto con Él por el modo en que obra en mi vida, mis pretension­es altaneras de independen­cia no le impiden rodearme con Sus brazos en los momentos de peligro y tensión.

 ??  ?? Aunque nuestros sentimient­os sean mudadizos, el amor de Dios no lo es. C. S. Lewis (1898–1963)
Aunque nuestros sentimient­os sean mudadizos, el amor de Dios no lo es. C. S. Lewis (1898–1963)

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