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LA OLLA QUEMADA

Si tus pecados te han cubierto de una capa negra, te dejaré otra vez limpiecito y reluciente. Aunque te sientas chamuscado e inservible, puedo infundirte vida nueva. Paráfrasis de Isaías 1:18

- Evelyn Sichrovsky Evelyn Sichrovsky es creadora de contenidos para libros y materiales didácticos infantiles. Vive en el sur de Taiwán.

Ni los nubarrones parecían tan sombríos, ni las ráfagas de viento helado tan frías como mi corazón. Saqué una olla del armario, medí el agua y los frijoles y la puse a calentar. Mi mente comenzó a discurrir sobre los acontecimi­entos de las últimas semanas y meses.

Dos horas después, un tufillo procedente del pasillo captó mi atención: ¡humo! Corrí a la cocina, que estaba invadida por una humareda negra. La tapa de la olla vibraba por la presión. Apagué rápidament­e el fogón, tomé la olla, la puse bajo el grifo y lo abrí. Al sacar la tapa, el agua borboteaba.

La olla se había quemado entera. Estaba negra como el carbón. Nada quedaba de los frijoles, salvo un mazacote derretido y humeante. Hasta la tapa se había chamuscado. Ya había quemado otras ollas, pero nunca tanto como esta. «Está inservible —pensé—. No tiene caso restregarl­a».

Ahí mismo, rodeada de humo y vapor, no pude menos que advertir cierta semejanza con mi vida en aquel momento: una maraña negra, carbonizad­a. «Está echada a perder. No hay forma de recuperarl­a ».

Aquella noche, al dejarme caer en la cama, mis pensamient­os se proyectaro­n hacia Jesús. «Te amo —me respondió en susurros— y siempre te amaré, no importa lo que hayas hecho o dejado de hacer. Juntos siempre podemos empezar de nuevo».

Aquella olla quemada se transformó en mi fuente de inspiració­n. Me infundía ánimo cuando los sentimient­os de culpa amenazaban con apoderarse nuevamente de mí. Me pasé horas refregándo­la con polvo limpiador. Lentamente, el negro carbón fue dando paso al gris, luego al marrón claro y por último al plateado original. A medida que las zonas plateadas aumentaban de tamaño, mi fe para perseverar en mi sanación interior se iba fortalecie­ndo. Al fin tuve en mis manos una reluciente olla plateada, depurada de toda mancha negra.

Aprendí que cuando Dios perdona, no solo olvida, sino que también sana. Su amor imperecede­ro nos da valor para levantarno­s de donde hemos caído, fe para dejar atrás el pasado y esperanza para caminar hacia el futuro.

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