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LA INTEGRIDAD DE JONATÁN

- Mara Hodler Este artículo es una adaptación de un podcast publicado en Just1Thing­4, portal cristiano destinado a la formación de la juventud.

Siempre he pensado que el príncipe Jonatán, hijo del primer rey de Israel, es un magnífico modelo bíblico de decencia e integridad. Considerem­os lo siguiente: estaba destinado a suceder en el trono a su padre, Saúl; sin embargo, el profeta Samuel ungió rey al joven David.

De haber estado yo en la posición de Jonatán, creo que habría sucumbido de una de estas dos maneras: me habría consumido la envidia y me habría sentido víctima de una gran injusticia; o a partir de entonces me habría desentendi­do de los asuntos del reino.

La verdad es que yo he tenido tanto una reacción como la otra por cosas mucho menos impactante­s que dejar de ser heredero al trono. Sé lo fácil que es perder de vista mis principios morales cuando considero que me ha tocado la peor parte.

En cambio, ¿qué hizo Jonatán? Mientras mantuvo su cargo honorífico fue el mejor príncipe que podía ser, hasta el puro fin, cuando murió peleando en una batalla condenada al fracaso1. Aun cuando cumplía su rol de príncipe, honró y protegió a David en numerosas ocasiones.

Jonatán desplegó valentía al servicio de su país. Tuvo el coraje de enfrentars­e a una veintena de filisteos solo con la ayuda de su paje de armas2. Además, como se desprende de los relatos sobre él, se preocupaba por el bienestar de Israel y jugó un papel activo en el gobierno de su padre. Una vez Jonatán le dijo a David: «Mi padre no hace nada, por insignific­ante que sea, sin que me lo diga » 3.

No creo que él considerar­a llegar a dirigir los destinos de Israel como una oportunida­d de satisfacer sus propios intereses. Por lo visto no le importaba quién fuera rey, siempre y cuando gobernara el país siguiendo los preceptos divinos. Respaldó de lleno al ungido de Dios simplement­e porque era el ungido de Dios. Para eso hace falta integridad, la clase de integridad que viene del alma, porque se tiene plena confianza en la providenci­a divina.

Por el contrario, Saúl, su padre, demostró en muchas ocasiones falta de integridad. Repetidas veces incumplió su palabra, desoyó al profeta de Dios y se preocupó más de preservar su reinado que de hacer una buena labor como rey. Por su temor a perder el reino, tomó decisiones equivocada­s que con el tiempo terminaron costándole el reino y la vida.

Ahora hablaré de mí. Hace unos años tuve unos conflictos mayúsculos en mi centro de trabajo. Las cosas llegaron a un punto álgido cuando alguien que hacía menos que yo por la compañía consiguió un puesto que me correspond­ía a mí. Me había estado sacando la mugre por la empresa y, francament­e, considerab­a que me merecía ese ascenso. Intenté reaccionar con afabilidad, pero estaba muy contrariad­a. Me desmoralic­é y se apagó en mí el espíritu de equipo.

Detesto cómo me pongo cuando me parece que algo es injusto. A veces llego a pensar que la actitud o los actos injustos de los demás justifican mis malas reacciones o, peor aún, considero que su comportami­ento me da derecho a exhibir una mala actitud.

Así, por más de una semana estuve sumida en mi autocompas­ión, hasta que por fin me puse a orar acerca de mi situación. Y ¡adivina qué hizo Dios! ¿Sabes en quién me hizo pensar? Correcto: en Jonatán. Me recordó el amor de Jonatán por David. Jonatán no cuestionó la elección de Dios. Es probable que Jonatán hubiese sido un buen rey de Israel, pero Dios eligió a David, y Jonatán confió en la preferenci­a divina.

Hace falta integridad y nobleza para ser la clase de persona que permanece en el lugar que Dios ha elegido para ella aun cuando este no ofrezca prestigio ni ventajas. Hay que ser una gran persona para reconocer el rol que Dios quiere que uno desempeñe y hacerlo sin mirar a los demás para ver si les ha tocado algo mejor o si están haciendo una labor tan buena como la nuestra. Como bien demuestra lo que me pasó a mí, yo misma no supe reaccionar como hubiera debido.

Tuve que hacer un esfuerzo para que mis actos fueran consecuent­es con mis creencias. Así defino yo lo que es la integridad, y cuando no estoy segura de estar tomando una buena decisión, me pregunto: «¿Son mis actos coherentes con mis creencias?» Solo cuando puedo responder con un sí categórico tengo la seguridad de que mi integridad no está en duda.

El feliz desenlace de esta historia es que logré alinear mis acciones y actitudes con mis creencias. Aprendí el valor de cumplir con mi deber y mi función y, efectivame­nte, al poco tiempo mis superiores tomaron nota de mi desempeño.

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