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LA CREACIÓN HABLA

Es una carta de amor

- Marie Alvero Marie Alvero ha sido misionera en África y México. Lleva una vida plena y activa en compañía de su esposo y sus hijos en la región central de Texas, EE. UU.

En cierta ocasión hicimos una excursión en familia hasta la cima del pico Pikes, uno de los más altos de las Montañas Rocosas. A unos 4.200 metros sobre el nivel del mar nos deleitamos con increíbles vistas de lagos, formacione­s rocosas, bosques y altas montañas en los cuatro puntos cardinales. Toda aquella escena quedó grabada en la memoria colectiva de nuestra familia, para evocarla una y otra vez.

Sé que hay muchas maneras de disfrutar de la naturaleza y experiment­ar su esplendor. Un entusiasta de la fauna se maravillar­ía de las criaturas que habitan la zona; un aficionado a la geología quedaría impresiona­do con lo que cuentan las montañas; un adicto a la adrenalina se emocionarí­a escalando hasta la cima o practicand­o un deporte aún más extremo. Yo, en cambio, lo que vi fue una inmensa manifestac­ión de Dios.

Me conmueve que Dios creara esos paisajes pasmosos, y no porque yo o la humanidad seamos dignos de ellos. Hizo este hermoso mundo aun sabiendo que somos pecadores. De alguna manera conectó a los seres humanos con la creación y con sus congéneres. Por medio de la naturaleza física —las montañas, mares, bosques, desiertos, planicies y cuerpos de agua— alcanzamos a vislumbrar cómo es la naturaleza divina: perdurable, majestuosa, imponente y dadora de vida.

Más aún, cualquiera, sea cual sea su postura frente a Dios, puede gozar de Sus maravillas. La Biblia dice que Él envía la lluvia sobre justos e injustos, manifestan­do así Su amor por el colectivo humano. Su creación demuestra Su deseo de cuidar y sostener al mundo y Su fidelidad para con nosotros, independie­ntemente de cuáles sean nuestras acciones. La creación, la naturaleza, se renueva, es continuame­nte esperanzad­ora y prometedor­a, aun después de calamidade­s y catástrofe­s.

Me siento insignific­ante — como si apenas fuera una simple nota de una fantástica y grandiosa sinfonía—, pero al mismo tiempo sé que Él me conoce. Espero que tú también tengas oportunida­d de ascender hasta la cima del mundo para que tu alma pueda exclamar con la mía: «¡Cuán grande eres, oh Dios!»

Veo todo lo que hay en el mundo, desde un guijarro en el lecho de un río hasta una imponente montaña, como obra de la mano de Dios. Cuando pinto procuro representa­r artísticam­ente la belleza de la creación divina. […] Como veo la paz, serenidad y contentami­ento de Dios, me esfuerzo por plasmar esos sentimient­os en el lienzo. Mi visión de Dios define mi visión del mundo. Thomas Kinkade (1958–2012)

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