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Dios no es un elefante

Olvidar es remediar

- Tina Kapp

Soy gran admiradora de Mike Donehey, el solista de Tenth Avenue North y anfitrión de la página que publica el grupo en YouTube. A menudo describe cómo se inspira para escribir sus canciones o relatos con un tinte humorístic­o que le ayuda a entender a Dios y Sus caminos. Uno de mis favoritos es «Dios no es un elefante.» Dice que 1 lo sabe porque lo vio, no a Dios, sino a un elefante.

Cuando Mike tenía cinco años lo llevaron al zoológico donde vio un elefante por primera vez. El animal le alargó la trompa y él ingenuamen­te pensó que aquello era una señal de amistad. Se equivocó. Resulta que el elefante le estornudó encima del pie. Huelga decir que desde entonces a Mike los elefantes no le caen muy bien.

También llegó a la conclusión de que Dios no podía ser un elefante. Pero solo cuando se hizo mayor comprendió la veracidad de aquella afirmación. No solo porque está clarísimo que el elefante es un animal y Dios —pues digamos— es Dios. Sino porque, según dicen, el elefante «jamás olvida»; en cambio, Dios nos ama tanto que elige olvidarse de nuestros pecados si pedimos perdón y nos arrepentim­os. Incluso se describe a Sí mismo como aquel que borra nuestras transgresi­ones y «no volverá a acordarse de nuestros pecados.» 2

Cuesta imaginarse que Dios se pueda olvidar deliberada­mente de algo, sobre todo si nos ponemos en Su lugar y nos figuramos haciendo lo mismo con alguien que nos haya agraviado. Podremos decir que hemos perdonado a alguna persona; a veces, sin embargo, enterramos el hacha, pero dejamos el mango fuera, como reza un dicho.

La frase «enterrar el hacha» viene de una tradición de los nativos de Norteaméri­ca según la cual los jefes de las tribus enterraban el hacha de guerra como gesto de paz. Ahora bien, dejar el mango del hacha asomando fuera, de tal manera que se pudiera desenterra­r si fuera necesario, significab­a que no se había perdonado del todo.

Yo sin duda sé que soy culpable de haber «dejado el mango fuera». Puedo perdonar a una amiga, pero si discutimos o estoy enojada con ella, le echo en cara lo que hizo en el pasado. Eso evidenteme­nte no es perdón verdadero. Por fortuna Dios no se porta así con nosotros.

Independie­ntemente de cuánto nos merezcamos un escarmient­o, Dios no mira nuestros pecados, sino que se fija en nuestro corazón y deseos de mejorar. Nos envió a Su único hijo para que al morir en la cruz pagara por los pecados del mundo. Obtenemos perdón gracias a ese magnífico acto de amor. Dios hace con nosotros borrón y cuenta nueva.

En el Salmo 103 —uno de mis favoritos— David dice: «El Señor es clemente y compasivo, lento para la ira y grande en amor. No sostiene para siempre su querella ni guarda rencor eternament­e. No nos trata conforme a nuestros pecados ni nos paga según nuestras maldades. Tan grande es su amor por los que le temen como alto es el cielo sobre la tierra. Tan lejos de nosotros echó nuestras transgresi­ones como lejos del oriente está el occidente.» 3

Una joven le preguntó a una dama que celebraba 50 años de matrimonio el secreto de tan duradera unión. La señora le respondió que recién casada elaboró una lista de diez errores que siempre le perdonaría a su marido.

La joven, intrigada, le preguntó a la dama si podía ver la lista.

—Verá usted —le contestó la señora—, en realidad nunca llegué a escribirla, pero cada vez que mi esposo hacía algo que me sacaba de quicio, respiraba profundame­nte y me decía para mis adentros: ¡Qué suerte tiene, esa era una de las diez cosas que le perdonaría!

Me parece que a ello se refería Jesús cuando dijo que deberíamos perdonar a los demás «setenta veces siete.» El verdadero perdón no lleva 4 la cuenta. A diferencia del elefante, Dios perdona y olvida.

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