UN BUEN COMIENZO
Clark y Mary estaban enamorados. Él le propuso matrimonio y ella aceptó. Sin embargo, no era todo tan simple. Clark sabía que para poder disfrutar de un matrimonio feliz y armonioso iba a tener que ganarse la aprobación de los padres de Mary, Clarence y Goldie, sobre todo de Goldie. Había oído decir que las suegras pueden ser… um… un poquito difíciles. Se armó, pues, de valor con la esperanza de un buen desenlace.
—Tienes claro que un matrimonio es un acuerdo en el que cada parte pone el 50%, ¿no? —dijo Goldie poniendo a prueba a Clark.
—No en el nuestro —replicó Clark sin dudarlo un instante—. En el nuestro pondremos cada uno el 60%. Y así fue. Esa es la historia verídica de cómo se formó un hogar feliz, al que tuve la buena fortuna de integrarme años más tarde. Es un sencillo episodio, pero encierra una verdad importante: Los matrimonios armoniosos y los hogares felices —o para el caso, cualquier relación— se construyen a base de pequeños actos cotidianos de amor y abnegación, de esos en los que cada persona está dispuesta a aportar ese 10% de más sin llevar puntajes ni andar fiscalizando a quién le toca esta vez. ¿No te parece buenísimo cuando la gente es así contigo?
La pregunta que nos surge entonces es: ¿De dónde sacamos esa clase de amor que nos ayudará a nosotros y a nuestros cercanos a remontar los altibajos, las pruebas y desilusiones que nos deparen los años? Proviene de la fuente de todo lo bueno: Dios mismo. Y está a tu alcance. «Toda buena dádiva y todo don perfecto proviene de lo alto y desciende del Padre, quien nos provee todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos».
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1. Santiago 1:17; 1 Timoteo 6:17
P.: Mi esposa y yo llevamos 11 años casados, y aunque todavía nos queremos mucho, nuestra relación se ha tornado estéril. ¿Qué podemos hacer para recobrar el encanto que tuvo nuestro matrimonio en un principio?
R.: La mayoría de las parejas, en ese momento de ensueño en que los dos se miran arrobados y se prometen fidelidad mutua, se imaginan que toda su vida juntos irá in crescendo. Los padres de un recién nacido observan embelesados los ojos de su bebé y prometen nunca herirlo ni decepcionarlo. Dos niños juran ser mejores amigos para siempre. Los médicos, enfermeras, docentes, trabajadores sociales, voluntarios y otras personas consagran la vida a servir a los demás. Lo que motiva a las personas a asumir tales compromisos es el amor, el pegamento mágico que une a las familias, amistades y todas las cosas buenas.
¿Por qué sucede, entonces, que las parejas discuten? ¿Por qué regañan machaconamente los padres a sus hijos, los ningunean y se impacientan con ellos? ¿Por qué se distancian los amigos? ¿Por qué merma la inspiración para servir desinteresadamente a los demás? ¿Cómo reencantamos el amor que nos motivó a hacer nuestros votos de fidelidad?
Con el paso del tiempo nos familiarizamos tanto con las personas con quienes tenemos una relación estrecha, que dejamos de valorarlas y tratarlas como es debido. El desgaste de la vida cotidiana erosiona nuestras relaciones más preciadas opacando paulatinamente el brillo que tenían en sus comienzos. En la intimidad a todo el mundo se le notan los defectos y las arrugas. Las actividades acostumbradas se tornan mecánicas y degeneran en algo rutinario. Las cosas buenas que en otro momento valorábamos comienzan a pesarnos.
Cuando eso ocurre, es hora de revertir la tendencia. Requiere un esfuerzo y es posible que no sea fácil, sobre todo si hay algún conflicto que subsiste desde hace tiempo. Pero es posible. Empieza por repasar todas las cualidades de la otra persona que te atrajeron a ella en un principio. Enfócate en esos rasgos positivos. Luego ponte en su lugar y hazte la misma pregunta: ¿Qué cualidades tuyas atrajeron a tu cónyuge al principio? La vía más rápida y segura de devolver el brillo a una relación deslucida es recordar las cosas que contribuyeron a forjar la relación amorosa que poseían al principio. Esmérate por ser la persona que aspirabas a ser en un comienzo, aprecia las buenas cualidades de tu pareja y lo más seguro es que ella haga lo propio.
Y recuerda que Dios se especializa en hacer borrón y cuenta nueva. «Si alguno está en Cristo —dice la Biblia— nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.» Si bien esta promesa
1 alude a la salvación, también es aplicable a la vida cotidiana. Dios revitalizará y renovará cualquier relación si le pedimos que empiece por nuestro propio corazón y vida.
1. 2 Corintios 5:17
Se cuenta que durante la Primera Guerra Mundial dos hermanos que se habían enrolado en el ejército fueron asignados a la misma unidad. Al poco tiempo los destinaron al frente, a las trincheras. En la guerra de trincheras de aquel conflicto cada bando cavaba una red de zanjas frente a las líneas enemigas; luego sitiaba las trincheras del otro bando. De tanto en tanto uno de los dos bandos lanzaba una ofensiva con el objeto de penetrar en las defensas del adversario. En una de esas ofensivas el hermano menor cayó malherido en tierra de nadie, la peligrosa franja de terreno situada entre las trincheras de uno y otro bando.
Cuando el mayor, que seguía atrincherado, vio la crítica situación en que se encontraba su hermano, comprendió instintivamente lo que debía hacer. Se desplazó por la trinchera, abriéndose paso entre los soldados hasta dar con su teniente.
—¡Tengo que rescatarlo! —le dijo, haciéndose oír por sobre el estruendo de la batalla. El oficial le respondió: —¡Imposible! ¡Lo matarán en cuanto asome la cabeza! Pero el muchacho se zafó de las manos del oficial, que lo tenía sujeto, salió a gatas de la trinchera y se lanzó a tierra de nadie en busca de su hermano menor, desafiando el incesante fuego enemigo. Cuando este lo vio llegar, casi impedido de hablar, le susurró: —¡Sabía que vendrías! El hermano mayor, que para entonces también había sido alcanzado por las balas, a duras penas consiguió arrastrar a su hermano hasta la trinchera, donde ambos cayeron agonizantes.
—¿Por qué lo hizo? —le reclamó el teniente—. ¡Le advertí que a usted también lo matarían! A lo que el soldado respondió esbozando una última sonrisa: —Él contaba conmigo. No podía defraudarlo.