Ambiance

Sopa de champiñone­s L

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a melancolía me atrapa desde hace varias semanas, recostada en la cama espero sin ganas la hora de la comida. El olor conocido a sopa de champiñone­s que escapa de la cocina me remite a ese día donde dejé de ser niña: Claudio, el amigo de mi hermano había ido a la casa a cambiar estampas del álbum de fútbol, le dije que no estaba, que lo esperara en la sala. Nerviosa ante su presencia, nos sentamos en el sillón sin hablar; para romper el silencio le pedí que me enseñara el álbum.

Un olor fuerte, a tierra húmeda, inundaba el espacio, reconocí el aroma de la sopa de champiñone­s. Claudio se puso el libro sobre las piernas, y con el índice sobre la foto de los jugadores me explicó la trayectori­a de cada uno.

Un mechón de pelo impedía que viera las imágenes completas, pero no me moví. Casi sin prestar atención a lo que me decía, escuchaba el sonido que salía de su garganta, pendiente de sus manos al cambiar de página y al contacto de nuestros muslos.

De pronto, Claudio hizo una pausa, giró la cabeza y se me quedó mirando, en cosa de segundos su mano subió hasta el mechón de pelo y lo acomodó tras mi oreja; acercó su cara a la mía y me dio un beso suave. Mi estómago era una olla ardiente al tener sus labios sobre los míos, al percibir sus ojos tan cerca que parecían uno solo.

El olor de su cuerpo se mezcló con el de la sopa; él se alejó despacio, me acarició la mejilla y siguió hablando de fútbol como si nada hubiera pasado hasta que llegó mi hermano.

Abro las fosas nasales, me percato de que mi estado de ánimo ha cambiado, la alegría infantil que sentí ese día se apodera de mí, me dirijo a la cocina con paso acelerado, ansiosa por probar la sopa y recrear una vez más ese momento.

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