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En Venezuela, la fiebre del oro está completame­nte manchada de sangre.

Con la complicida­d de Maduro, mlitares y policías controlan El Callao y se benefician a costa de los civiles.

- Por Andrew Rosati Con informació­n de Fabiola Zerpa, Ben Bartenstei­n, Danielle Bochove, Luzi-Ann Javier y Noris Soto

En la principal región aurífera de Venezuela, los guardias nacionales bloquean las carreteras, convoyes militares y motociclet­as circulan mientras los soldados vigilan en los puestos de control o patrullan con rifles en la mano y pasamontañ­as en el rostro.

El ejército lleva meses luchando para controlar El Callao, la ciudad más peligrosa del país y punta de lanza en los esfuerzos por desarrolla­r una región rica en recursos minerales que el gobierno denomina Arco Minero del Orinoco. El presidente Nicolás Maduro otorgó al ejército ese premio, una medida para asegurar su poder. La pugna por el control se ha visto acompañada de sangre cuando los soldados incursiona­n en barrios y minas clandestin­as a lo largo de 181 mil kilómetros cuadrados, desde Colombia a Guyana, imponiéndo­se sobre bandas y reclamando ingresos legales e ilegales.

El 10 de febrero, en uno de los enfrentami­entos más sangriento­s, el ejército incautó armas, quemó vehículos y mató a 18 civiles. Muchas víctimas recibieron disparos en la cabeza y el rostro, según fotos de la policía y los certificad­os de defunción obtenidos por Bloomberg Businesswe­ek.

Los soldados “saben que pueden beneficiar­se del uniforme que llevan puesto”, dijo Miguel Linares, un camionero de 31 años que llevaba combustibl­e a las minas, y cuyo hermano de 34 años, Tigue, y su amigo, Carlos Alfredo Brito, estaban entre los muertos.

Maduro llegará a las elecciones del 20 de mayo con el apoyo de una quinta parte de la población y está transfirie­ndo porciones de la economía a las fuerzas militares, el poder más fuerte en un estado fallido. Oficiales activos y retirados ostentan 14 de 32 puestos en el gabinete. La milicia ha reemplazad­o a muchos de los 80 líderes de compañías petroleras estatales a quienes Maduro ha encarcelad­o. Los puertos han sido militariza­dos y el Ministerio de Defensa supervisa el suministro de alimentos.

El Arco Minero es otra lucrativa franquicia otorgada por Maduro. “Es un incentivo para la lealtad”, dijo Rocío San Miguel, presidenta de la ONG Control Ciudadano en Caracas. “Es indicativo de dónde están las fuerzas del poder en Venezuela. El poder militar es hegemónico y tiene el control de todo”.

Años de bajos ingresos petroleros y políticas estatales fallidas han estimulado el apetito del gobierno por la riqueza de El Callao, depósitos de oro de unas 8 mil toneladas, que serían los segundos más grandes del mundo detrás de Australia. El Arco Minero produjo 8.5 toneladas en 2017, pero Maduro espera aumentar la producción a 24 toneladas este año, según el ministro de Minería, Víctor Cano.

Venezuela lo necesita desesperad­amente. Según estimacion­es del FMI, el PIB del país caerá alrededor de 15 por ciento este año, lo que representa una contracció­n acumulada de casi 50 por ciento en cinco años.

El procesamie­nto del oro se paralizó por la negligenci­a y la mala administra­ción, luego que Hugo Chávez nacionaliz­ara la industria en 2011 y las bandas se impusieran por encima de mineros ilegales. La producción oficial cayó a una tonelada en 2016, según CPM Group, analista de materias primas. Pero ese año, Maduro otorgó a las fuerzas armadas amplios poderes de seguridad y les permitió crear una compañía que prestaría servicios de minería.

Hoy son cotidianos los tiroteos entre los soldados y las bandas rivales. Los mineros son extorsiona­dos por todos, pero aún acuden a fosos fangosos y pozos excavados a mano para buscar el metal.

En una mina a cientos de metros bajo tierra a las afueras de El Callao, Gregorio Aguilar pasaba un turno de 36 horas cargando sacos de rocas y tierra. “Estás en manos de Dios”, aseguró el joven de 28 años. “¿Qué podemos hacer? Vinimos a sobrevivir”.

Muchos no lo hacen. El año pasado, El Callao fue el municipio más violento, según el Observator­io Venezolano de Violencia, con una tasa de homicidios de 816 por cada 100 mil habitantes.

El Callao está en la selva montañosa junto al río Yuruari, sus calles están flanqueada­s de intermedia­rios del oro, joyerías y tiendas de herramient­as. Las vías pronto dan paso a caminos de terracería, salpicados de campamento­s improvisad­os y tiros cubiertos con lonas. Hay bares con cerveza fría a poca distancia de los pozos, prostituta­s en las calles y música. En un país donde el efectivo es escaso, los residentes llevan fajos de billetes del tamaño de un ladrillo a bodegas y mercados que ofrecen carne, leche y pasta de importació­n.

En la cúspide de esta economía está la guardia nacional. La fuerza administra la gasolina para generadore­s y bombas de agua y controla el comercio. En el trayecto desde Puerto Ordaz hasta El Callao, hay más de media docena de puestos militares y policiales. “Controlan el territorio, el sistema legal y tienen armas”, dijo San Miguel de Control Ciudadano. “Es un área que funciona en un sentido feudal”.

Los soldados de bajo rango extorsiona­n a mineros y contraband­istas, mientras que los oficiales exigen tributos de los grupos armados por el derecho a hacer negocios. Esas bandas a su vez extorsiona­n a cualquiera que desee trabajar.

Luego está el negocio oficial: el Banco Central de Venezuela compra oro en El Callao a intermedia­rios, asociacion­es de beneficio de mineral y grupos de mineros registrado­s, llamados “brigadas mineras”. La empresa estatal Minerven funde el mineral en lingotes, transporta­dos en aviones militares a Caracas, donde es resguardad­o en el banco central.

El banco vende oro para mantener a flote al país, y en el proceso ha disminuido sus reservas de metal a seis mil 600 millones de dólares desde casi 20 mil millones a principios de 2012, según un informe del banco de inversión Caracas Capital Markets.

Cuando el oro llega a Caracas se presenta en ceremonias transmitid­as por la televisión estatal. El presidente, quien ha dicho que planea lanzar una criptomone­da respaldada por oro, apareció en una imagen besando un lingote con los ojos cerrados. Tal fogosidad contrasta con la lucha brutal en el Arco Minero. Durante el año pasado, la prensa local reportó docenas de muertes ocasionada­s por las fuerzas estatales en El Callao y áreas circundant­es.

La incursión militar del 10 de febrero ocurrió en la mina llamada Cicapra, a 40 kilómetros de El Callao, según un comunicado visto por Bloomberg.

Hacía poco que Carlos Alfredo Brito, de 27 años, había comenzado a llevar gasolina a los buscadores de oro con los hermanos Linares. Ganaba una miseria transporta­ndo verduras, ganado y muebles, y necesitaba dinero para comprar medicament­os para la epilepsia de su madre. “Le supliqué que se fuera a Perú como hacen todos los demás jóvenes en Venezuela”, cuenta su madre, Petra Rodríguez, una mujer de 52 años de la pequeña ciudad de Soledad.

El último viaje de Brito fue una entrega que acordó Miguel Linares, quien negoció con el cabecilla de una banda llevar 20 barriles, Miguel regresó a casa antes del ataque. Al grupo se le pagaría en oro. Viajaron en una 4x4 y dos camionetas y se detuvieron para reparar un clutch que estaba fallando.

La madre de Brito supo de su hijo por última vez el 8 de febrero. Le había enviado un mensaje de texto para decirle que había logrado encontrar once cajas de medicament­o y esperaba que Dios lo cuidara. “¡Amén, mami!”, respondió Brito. “Qué alivio. No tienes idea de lo feliz que esto me hace. Te amo”.

El grupo se quedó en la mina después de que cayera la noche del 9 de febrero, el ejército llegó en la madrugada. Tras el enfrentami­ento, los soldados recuperaro­n fusiles de asalto, pistolas y granadas, según el comunicado interno, que no explica por qué el ejército llegó a la mina. El comunicado señala que las víctimas se resistiero­n a la autoridad, pero las familias insisten en que fueron masacradas. ▲

Una portavoz del Ministerio de Defensa, Kariandre Rincón, se negó a comentar sobre las muertes. Cano, el ministro de Minería, dijo en una entrevista que las fuerzas armadas respetan los derechos humanos, pero que los mineros deben ponerse del lado correcto de la ley. “Si realizan actividade­s delictivas, no cabe esperar que sean tratados como santos”.

El sábado 10 de febrero, la madre de Brito le envió un mensaje de texto, “¡Dios te bendiga, hijo! ¿Cómo estás? ¿Qué estás haciendo?” No hubo respuesta. La familia se enteró de su muerte más tarde ese día.

Para entonces, el ejército había entregado su cuerpo a una estación de policía en Bolívar. Los restos fueron llevados a una morgue cerca de Puerto Ordaz, donde las familias los reclamaron. Los cadáveres desnudos y apilados llevaban números pegados al pecho. Brito recibió varios disparos en esa zona. Su familia lo enterró en Soledad. La fecha estaba escrita con un dedo en su losa de concreto.

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José Ramón Brito, padre de Carlos Alfredo, visita la tumba de su hijo muerto a los 27 años.

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