En Venezuela, la fiebre del oro está completamente manchada de sangre.
Con la complicidad de Maduro, mlitares y policías controlan El Callao y se benefician a costa de los civiles.
En la principal región aurífera de Venezuela, los guardias nacionales bloquean las carreteras, convoyes militares y motocicletas circulan mientras los soldados vigilan en los puestos de control o patrullan con rifles en la mano y pasamontañas en el rostro.
El ejército lleva meses luchando para controlar El Callao, la ciudad más peligrosa del país y punta de lanza en los esfuerzos por desarrollar una región rica en recursos minerales que el gobierno denomina Arco Minero del Orinoco. El presidente Nicolás Maduro otorgó al ejército ese premio, una medida para asegurar su poder. La pugna por el control se ha visto acompañada de sangre cuando los soldados incursionan en barrios y minas clandestinas a lo largo de 181 mil kilómetros cuadrados, desde Colombia a Guyana, imponiéndose sobre bandas y reclamando ingresos legales e ilegales.
El 10 de febrero, en uno de los enfrentamientos más sangrientos, el ejército incautó armas, quemó vehículos y mató a 18 civiles. Muchas víctimas recibieron disparos en la cabeza y el rostro, según fotos de la policía y los certificados de defunción obtenidos por Bloomberg Businessweek.
Los soldados “saben que pueden beneficiarse del uniforme que llevan puesto”, dijo Miguel Linares, un camionero de 31 años que llevaba combustible a las minas, y cuyo hermano de 34 años, Tigue, y su amigo, Carlos Alfredo Brito, estaban entre los muertos.
Maduro llegará a las elecciones del 20 de mayo con el apoyo de una quinta parte de la población y está transfiriendo porciones de la economía a las fuerzas militares, el poder más fuerte en un estado fallido. Oficiales activos y retirados ostentan 14 de 32 puestos en el gabinete. La milicia ha reemplazado a muchos de los 80 líderes de compañías petroleras estatales a quienes Maduro ha encarcelado. Los puertos han sido militarizados y el Ministerio de Defensa supervisa el suministro de alimentos.
El Arco Minero es otra lucrativa franquicia otorgada por Maduro. “Es un incentivo para la lealtad”, dijo Rocío San Miguel, presidenta de la ONG Control Ciudadano en Caracas. “Es indicativo de dónde están las fuerzas del poder en Venezuela. El poder militar es hegemónico y tiene el control de todo”.
Años de bajos ingresos petroleros y políticas estatales fallidas han estimulado el apetito del gobierno por la riqueza de El Callao, depósitos de oro de unas 8 mil toneladas, que serían los segundos más grandes del mundo detrás de Australia. El Arco Minero produjo 8.5 toneladas en 2017, pero Maduro espera aumentar la producción a 24 toneladas este año, según el ministro de Minería, Víctor Cano.
Venezuela lo necesita desesperadamente. Según estimaciones del FMI, el PIB del país caerá alrededor de 15 por ciento este año, lo que representa una contracción acumulada de casi 50 por ciento en cinco años.
El procesamiento del oro se paralizó por la negligencia y la mala administración, luego que Hugo Chávez nacionalizara la industria en 2011 y las bandas se impusieran por encima de mineros ilegales. La producción oficial cayó a una tonelada en 2016, según CPM Group, analista de materias primas. Pero ese año, Maduro otorgó a las fuerzas armadas amplios poderes de seguridad y les permitió crear una compañía que prestaría servicios de minería.
Hoy son cotidianos los tiroteos entre los soldados y las bandas rivales. Los mineros son extorsionados por todos, pero aún acuden a fosos fangosos y pozos excavados a mano para buscar el metal.
En una mina a cientos de metros bajo tierra a las afueras de El Callao, Gregorio Aguilar pasaba un turno de 36 horas cargando sacos de rocas y tierra. “Estás en manos de Dios”, aseguró el joven de 28 años. “¿Qué podemos hacer? Vinimos a sobrevivir”.
Muchos no lo hacen. El año pasado, El Callao fue el municipio más violento, según el Observatorio Venezolano de Violencia, con una tasa de homicidios de 816 por cada 100 mil habitantes.
El Callao está en la selva montañosa junto al río Yuruari, sus calles están flanqueadas de intermediarios del oro, joyerías y tiendas de herramientas. Las vías pronto dan paso a caminos de terracería, salpicados de campamentos improvisados y tiros cubiertos con lonas. Hay bares con cerveza fría a poca distancia de los pozos, prostitutas en las calles y música. En un país donde el efectivo es escaso, los residentes llevan fajos de billetes del tamaño de un ladrillo a bodegas y mercados que ofrecen carne, leche y pasta de importación.
En la cúspide de esta economía está la guardia nacional. La fuerza administra la gasolina para generadores y bombas de agua y controla el comercio. En el trayecto desde Puerto Ordaz hasta El Callao, hay más de media docena de puestos militares y policiales. “Controlan el territorio, el sistema legal y tienen armas”, dijo San Miguel de Control Ciudadano. “Es un área que funciona en un sentido feudal”.
Los soldados de bajo rango extorsionan a mineros y contrabandistas, mientras que los oficiales exigen tributos de los grupos armados por el derecho a hacer negocios. Esas bandas a su vez extorsionan a cualquiera que desee trabajar.
Luego está el negocio oficial: el Banco Central de Venezuela compra oro en El Callao a intermediarios, asociaciones de beneficio de mineral y grupos de mineros registrados, llamados “brigadas mineras”. La empresa estatal Minerven funde el mineral en lingotes, transportados en aviones militares a Caracas, donde es resguardado en el banco central.
El banco vende oro para mantener a flote al país, y en el proceso ha disminuido sus reservas de metal a seis mil 600 millones de dólares desde casi 20 mil millones a principios de 2012, según un informe del banco de inversión Caracas Capital Markets.
Cuando el oro llega a Caracas se presenta en ceremonias transmitidas por la televisión estatal. El presidente, quien ha dicho que planea lanzar una criptomoneda respaldada por oro, apareció en una imagen besando un lingote con los ojos cerrados. Tal fogosidad contrasta con la lucha brutal en el Arco Minero. Durante el año pasado, la prensa local reportó docenas de muertes ocasionadas por las fuerzas estatales en El Callao y áreas circundantes.
La incursión militar del 10 de febrero ocurrió en la mina llamada Cicapra, a 40 kilómetros de El Callao, según un comunicado visto por Bloomberg.
Hacía poco que Carlos Alfredo Brito, de 27 años, había comenzado a llevar gasolina a los buscadores de oro con los hermanos Linares. Ganaba una miseria transportando verduras, ganado y muebles, y necesitaba dinero para comprar medicamentos para la epilepsia de su madre. “Le supliqué que se fuera a Perú como hacen todos los demás jóvenes en Venezuela”, cuenta su madre, Petra Rodríguez, una mujer de 52 años de la pequeña ciudad de Soledad.
El último viaje de Brito fue una entrega que acordó Miguel Linares, quien negoció con el cabecilla de una banda llevar 20 barriles, Miguel regresó a casa antes del ataque. Al grupo se le pagaría en oro. Viajaron en una 4x4 y dos camionetas y se detuvieron para reparar un clutch que estaba fallando.
La madre de Brito supo de su hijo por última vez el 8 de febrero. Le había enviado un mensaje de texto para decirle que había logrado encontrar once cajas de medicamento y esperaba que Dios lo cuidara. “¡Amén, mami!”, respondió Brito. “Qué alivio. No tienes idea de lo feliz que esto me hace. Te amo”.
El grupo se quedó en la mina después de que cayera la noche del 9 de febrero, el ejército llegó en la madrugada. Tras el enfrentamiento, los soldados recuperaron fusiles de asalto, pistolas y granadas, según el comunicado interno, que no explica por qué el ejército llegó a la mina. El comunicado señala que las víctimas se resistieron a la autoridad, pero las familias insisten en que fueron masacradas. ▲
Una portavoz del Ministerio de Defensa, Kariandre Rincón, se negó a comentar sobre las muertes. Cano, el ministro de Minería, dijo en una entrevista que las fuerzas armadas respetan los derechos humanos, pero que los mineros deben ponerse del lado correcto de la ley. “Si realizan actividades delictivas, no cabe esperar que sean tratados como santos”.
El sábado 10 de febrero, la madre de Brito le envió un mensaje de texto, “¡Dios te bendiga, hijo! ¿Cómo estás? ¿Qué estás haciendo?” No hubo respuesta. La familia se enteró de su muerte más tarde ese día.
Para entonces, el ejército había entregado su cuerpo a una estación de policía en Bolívar. Los restos fueron llevados a una morgue cerca de Puerto Ordaz, donde las familias los reclamaron. Los cadáveres desnudos y apilados llevaban números pegados al pecho. Brito recibió varios disparos en esa zona. Su familia lo enterró en Soledad. La fecha estaba escrita con un dedo en su losa de concreto.