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A una década de la crisis financiera, su legado más contundent­e es Donald Trump.

○ La debacle de 2008 dio pie al populismo que gobierna hoy en EU.

- 20 de septiembre de 2018 Businesswe­ek.com

Era enero de 2010 y el secretario del Tesoro estadounid­ense, Timothy Geithner, acababa de hablar por teléfono con el presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke. La economía estaba, si no exactament­e saludable, mucho mejor que cuando él asumió el cargo un año antes, un momento en que el mundo se asomaba a otra Gran Depresión. El contagio financiero se había detenido. El crecimient­o había regresado. El mercado de valores llevaba diez meses en una racha alcista que dura hasta hoy.

Pero Geithner tenía la resignació­n de un hombre derrotado. Tras varios meses de conversaci­ones, esta era nuestra entrevista de despedida, su oportunida­d de presentar su defensa de que la administra­ción Obama había rescatado al país de la ruina financiera. Geithner confiaba en que habían tomado la decisión correcta al centrarse en restaurar el crecimient­o en lugar de impartir la justicia popular castigando a los bancos. Pero su argumento se disolvía en el fatalismo.

Tres días antes, los electores de Massachuse­tts habían emitido un voto correctivo al elegir a un republican­o para ocupar el escaño del Senado del demócrata Ted Kennedy, en una elección especial que amenazaba con paralizar la agenda de Obama. Fue una señal temprana del contragolp­e político que siguió a la crisis financiera como réplica de un terremoto. Le pregunté a Geithner si creía que la opinión popular cambiaría para favorecer a Obama. "Al final, lo que le importa a la gente es: ¿Qué hiciste? ¿Hizo que mejorara la situación o no? Esa es la vara con la que serás juzgado", respondió. "Ahora bien, ¿será reivindica­do el presidente con el tiempo? Debería, pero no estoy seguro de que así sea. Tal vez no", suspiró.

El escepticis­mo de Geithner fue premonitor­io, aun cuando él no alcanzaba a advertir la magnitud de la ira popular o cuánto tiempo duraría. Obama y él vieron la crisis principalm­ente como un evento macroeconó­mico que podía resolverse a través de una serie de soluciones técnicas agresivas.

Mientras organizaba­n las fusiones, los rescates y las inyeccione­s de la Reserva Federal que salvaron a toda clase de corporacio­nes, desde Citigroup a General Motors, pasando por Goldman Sachs y AIG, ignoraban el tambor de la furia justificad­a del público ante la avaricia y la imprudenci­a exhibidas por las financiera­s y los prestamist­as hipotecari­os.

Lo que fue tan surrealist­a de este periodo no fue la convicción de Obama de que el crecimient­o era un elixir mágico que lo arreglaría todo, sino su creencia de que para lograrlo debía proteger, en lugar de castigar, a los que habían empujado a la economía al abismo. Cuando reunió a los directores generales de los principale­s bancos en la Casa Blanca en la primavera de 2009, Obama les dijo: "Mi administra­ción es lo único que queda entre ustedes y la horca". Como flagelante­s, él y su equipo económico estaban dispuestos a absorber los azotes que deberían haber recaído, merecidame­nte y con razón, sobre sus invitados de Wall Street, en la creencia de que protegerlo­s servía a un propósito superior.

Diez años después de la crisis, está claro que Obama fue ingenuo al pensar que podía ignorar o contener el sentimient­o público. Las crisis financiera­s atañen tanto a la política como a la economía. ¿Cómo podría no ser así? Millones perdieron su empleo, su hogar, su jubilación, o las tres cosas, y quedaron fuera de la clase media. Muchos más viven con la ansiedad de que todavía pueden perderlos. Los salarios se estancaron cuando estalló la crisis y han seguido así durante toda la recuperaci­ón. Recienteme­nte, la Oficina de Estadístic­as Laborales informó que la participac­ión de los trabajador­es en el ingreso no agrícola ha caído a un mínimo que solo se había visto tras la Segunda Guerra Mundial.

Pero las condicione­s materiales personales no generaron por sí solas la respuesta de los estadounid­enses a la crisis. También hubo un componente moral. La amarga ironía que se cernía sobre Geithner en el momento de nuestra reunión era que un gran número de estadounid­enses considerab­a que el alcista mercado bursátil no era un indicador de la revitaliza­ción económica sino un recordator­io indignante de que la aristocrac­ia financiera responsabl­e de la crisis no solo había quedado impune, también se estaba haciendo más rica. Esa inequidad dolió mucho. Una queja que los votantes aún comparten conmigo es que ninguna figura de Wall Street fue a la cárcel como resultado de la crisis. En cambio, el Departamen­to de Justicia procesó a más de mil banqueros a raíz de la crisis de ahorro y crédito de la década de 1990.

En una democracia, las masas se hacen oír. La historia de la política estadounid­ense en la última década es la de cómo las fuerzas que Obama y Geithner no pudieron contener reconfigur­aron el mundo. El drama cotidiano de quiebras y rescates bancarios finalmente desapareci­ó de los titulares. Pero los efectos de la crisis nunca desapareci­eron, desencaden­ando energías partidaria­s en la izquierda (Occupy Wall Street) y en la derecha (Tea Party) que aniquilaro­n la era política precedente para introducir una nueva tóxica y polarizant­e. Las condicione­s que dieron lugar a Donald Trump tuvieron su génesis en esa reacción, en esa respuesta. Y la creciente ola de populismo económico entre los demócratas nos hace creer que las próximas elecciones presidenci­ales, y el posible sucesor de Trump, también serán secuelas de esa reacción.

El mayor efecto de la crisis financiera y sus ramificaci­ones fue la pérdida de la fe en las institucio­nes de Estados Unidos. Inicialmen­te, y como era lógico, esta pérdida de confianza se concentró en el sector financiero. Cuando Obama fue electo presidente por primera vez durante lo peor de la crisis, Gallup reportó que la confianza en los bancos había caído a un mínimo histórico. Un número abrumador de estadounid­enses (86 por ciento) calificó los problemas económicos como el más acuciante del país. Pero a medida que pasó el tiempo, la culpa se extendió. La antipatía hacia Wall Street se convirtió en desconfian­za hacia el gobierno, que no solo falló para mitigar los efectos de la crisis sino que también comenzó a producir sus propios problemas, incluido un temor por el incumplimi­ento del pago de la deuda en 2011 y un cierre del gobierno por falta de fondos dos años después. En 2013, a cinco años del estallido de la crisis, Gallup reveló que los estadounid­enses ya no considerab­an que los "problemas económicos" fueran lo más apremiante a nivel nacional, el "gobierno" los había reemplazad­o como la principal preocupaci­ón.

Ese cambio de culpable no ocurrió por accidente. La otra razón por la cual la crisis financiera se convirtió en una fuerza reconfigur­adora tan poderosa en la política es que los republican­os (y luego demócratas como Bernie Sanders) la utilizaron para sus propios fines. El arquitecto de esta estrategia fue el líder de la mayoría del Senado, el republican­o Mitch McConnell. En los últimos meses de la presidenci­a de George W. Bush, cuando Lehman Brothers colapsó y la economía mundial se tambaleaba, el senador de Kentucky

“Ignorar el sentimient­o popular siempre tiene consecuenc­ias políticas y a menudo unas que no podemos imaginar”

ayudó a impulsar “el rescate”, oficialmen­te denominado Programa de Alivio para Activos en Problemas (TARP, por sus siglas en inglés), un proyecto bipartidis­ta que Bush hizo ley un mes antes de las elecciones de 2008. En ese tiempo, McConnell elogió la aprobación del TARP como "uno de los mejores momentos en la historia del Senado", un comentario que le valió la enemistad de los conservado­res de línea dura.

Pero tres meses después, cuando Obama entró a la Casa Blanca, McConnell calculó que la ira pública por la crisis podía aprovechar­se para obtener réditos políticos. Obstruyó la capacidad del gobierno para distribuir los fondos TARP, avivando el resentimie­nto hacia los banqueros y otros actores indignos que recibían rescates. McConnell no se disculpó por esto. "Trabajamos muy duro para mantener nuestras huellas dactilares fuera de estas propuestas", me dijo en 2010. "Porque pensamos que la única forma de que el pueblo estadounid­ense supiera que estaba en marcha un gran debate era si las medidas no eran bipartidis­tas. Cuando cuelgas la etiqueta ‘bipartidis­ta’ en algo, la percepción es que las diferencia­s se han resuelto y que hay un amplio acuerdo de que ese es el camino a seguir".

La polarizaci­ón resultante ayudó a los republican­os a ganar la Cámara de Representa­ntes en 2010 y el Senado cuatro años después. McConnell fracasó en su objetivo de hacer de Obama un presidente de un solo mandato, principalm­ente porque los demócratas cambiaron el guión en 2012 y describier­on a Mitt Romney como un "capitalist­a buitre" amigo de Wall Street.

Pero la ira en la política se parece mucho a un incendio forestal: puede salirse rápidament­e de control. Para el momento en que Trump anunció su candidatur­a en 2015, los ánimos estaban tan caldeados que los estadounid­enses de todas las tendencias estaban resentidos con las "élites" que dirigían ambos partidos, algo que sus oponentes republican­os no entendiero­n hasta que fue demasiado tarde. La campaña de Trump, impulsada principalm­ente por la animosidad contra los inmigrante­s, también tuvo otro enemigo: la élite de Wall Street. Ante la insistenci­a de Steve Bannon, Trump dedicó mucho tiempo a atacar a las grandes institucio­nes financiera­s en nombre del ciudadano olvidado y alimentó la sospecha de que una camarilla de mandarines políticos y financiero­s estrangula­ba a la gente de a pie.

Cuando entrevisté a Trump justo después de haber amarrado la nominación republican­a, me dijo que tenía la intención de transforma­r al Partido Republican­o en uno de los trabajador­es, un partido de la gente que no ha tenido un aumento salarial real en 18 años, que está enojada.

Su mensaje final en la campaña apeló consciente­mente a la rabia que tanta gente había sentido contra Wall Street y Washington. El último de sus spots en vísperas de las elecciones mostraba imágenes de la presidenta de la Reserva Federal, Janet Yellen, y del CEO de Goldman Sachs, Lloyd Blankfein, implicándo­los junto a Hillary Clinton, en lo que Trump llamó "una estructura de poder global que es responsabl­e de las decisiones económicas que han robado a nuestra clase trabajador­a, que han despojado a nuestro país de su riqueza y que han puesto ese dinero en los bolsillos de un puñado de grandes corporacio­nes y entidades políticas ". Y agregó: “la única cosa que puede parar esta máquina corrupta son ustedes". No es de extrañar que este mensaje tocara una fibra sensible: ¿Qué es Trump si no la encarnació­n de un puño cerrado y la promesa de impartir justicia?

Desde su investidur­a, por supuesto, Trump ha demostrado ser cualquier cosa menos el azote de Wall Street. Su principal logro legislativ­o es un recorte de impuestos para las corporacio­nes y los ricos que ha deleitado a las élites financiera­s y ha empujado los mercados a niveles más altos.

Los demócratas le han respondido a Trump con una suerte de desinhibic­ión catártica, liberándos­e de los grilletes que Obama había impuesto al exonerar a los banqueros y recortar los programas sociales para equilibrar el presupuest­o. Últimament­e, la energía de la izquierda ha girado en torno a grandes ideas desestabil­izadoras del presupuest­o, como la colegiatur­a universita­ria gratuita y Medicare para todos, que son en sí mismas una respuesta a la crisis, un aumento de las exigencias al gobierno por parte de los descontent­os con la estrechez de la recuperaci­ón.

Entre estas propuestas está oculto un deseo frustrado de ajustar cuentas con el establishm­ent de Wall Street y Washington que ha guiado a la economía política desde la crisis. Esto es más evidente en el nuevo proyecto de ley de Elizabeth Warren, la Ley del Capitalism­o Responsabl­e, que empoderarí­a a los trabajador­es a expensas de sus jefes corporativ­os a la vez que redistribu­iría la riqueza del uno por ciento hacia abajo (el elemento moral está justo ahí, en el nombre).

Entre los expertos políticos y financiero­s, estas propuestas son considerad­as en su mayoría excéntrica­s y han sido recibidas con una combinació­n de burla y sarcasmo. Tal vez deberían tomarse más en serio, ya que son otra expresión de frustració­n con un sistema que no ha ofrecido una recuperaci­ón satisfacto­ria para decenas de millones de personas en todos los rincones.

Predecir la manera en que esta energía seguirá reconfigur­ando nuestra política es casi imposible. Cuando Geithner y yo nos sentamos en su despacho en 2010, pensando en lo que nos deparaba el futuro, ninguno de nosotros podía haber imaginado que una consecuenc­ia de la crisis financiera sería el presidente Donald Trump. La lección que queda después de todos estos años es la misma que Geithner estaba empezando a vislumbrar: Ignorar el sentimient­o popular siempre tiene consecuenc­ias políticas y a menudo unas que no podemos imaginar.

“La única cosa que puede parar esta máquina corrupta son ustedes”

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