La Revolución Mexicana y la renovación de los partidos
En el otro extremo de la sociedad mexicana estaban las grandes masas de semi siervos acasilladosa del campo y los esclavos modernos de las minas y las industrias. En ellos residía la única y verdadera fuerza social capaz de derribar al viejo régimen caduco de don Porfirio y los suyos, pero carecían de la capacidad organizativa y de la educación política necesarias para elaborar su propio proyecto de país, acorde con sus necesidades e intereses, y con el cual reemplazar al de los “científicos”. Esta tarea, en la medida en que pudo ser y fue cumplida, le correspondió a la intelectualidad burguesa formada por los hijos y herederos educados en el extranjero, a los que se sumaron mexicanos progresistas que también querían un cambio y estaban dispuestos a luchar por él.
La Revolución Mexicana, pues, igual que la inglesa del siglo XVII y la francesa de fines del XVIII, tuvo una base innegablemente popular sin cuya participación el triunfo hubiera sido sencillamente imposible, pero no por ello fue una revolución proletaria. Esta fuerza telúrica, que clamaba justicia, equidad y libertades civiles y políticas, carecía, como sus antecesoras, de programa propio y de un partido de vanguardia que la guiara. Tuvo que someterse, por eso, a los designios de la clase que sí tenía programa y líderes, a la anémica y endeble burguesía mexicana.
Los momentos más altos y las conquistas populares más significativas de la Revolución Mexicana, tuvieron lugar mientras las masas populares participaban todavía activamente; se materializaron cuando los “plebeyos” aún tenían las armas en la mano o, al menos, la firme decisión de volver a empuñarlas en caso de sentirse burlados. Fueron los años de la auténtica reforma agraria, del nacimiento y consolidación del movimiento obrero moderno, de la escuela socialista y de la expropiación petrolera. Sin embargo, desde el primer momento, desde la derrota de Villa y Zapata, la suerte de la revolución estaba echada: el poder cayó en manos de la facción burguesa, y bajo su conducción nació y se desarrolló la segunda fase, más pura y definida, del capitalismo mexicano.
Todas las reivindicaciones populares que no se materializaron con el auge de la Revolución, pasaron a formar parte del discurso oficial. Cada 20 de noviembre se repetía la frase ritual de la “deuda del país” con los obreros y campesinos, mientras el país iba en sentido contrario. Poco a poco, las conquistas obreras y campesinas empezaron a ser vistas como un lastre, como un peso muerto (o algo peor) para el “progreso del país”, y se generalizó la idea de que había que anularlas. Este enfoque no era nuestro; era la opinión que se venía imponiendo en el mundo entero: dejarlo todo en manos de la libre empresa y del mercado, eliminar cualquier resabio “socializante” y obligar al Estado a sacar las manos de la economía para constreñirse al papel de simple guardián del orden y la paz social.
El recuerdo y el temor del pueblo en armas demoró el cambio en México, pero al fin llegó. Se impuso el neoliberalismo y la Revolución fue enterrada definitivamente junto con el discurso de la “deuda” eterna con el pueblo trabajador. Pero la “deuda” misma no pudo ni puede ser enterrada; sigue ahí. El pueblo sigue esperando justicia, paz y bienestar. Y aunque el neoliberalismo no lo reconozca expresamente, al ser el heredero de la Revolución es también heredero de sus deudas. Y debe asumirlas y pagarlas. No proponemos la locura reaccionaria de echar para atrás la rueda de la historia; no soñamos con el regreso a los años dorados de la Revolución, del cardenismo, de la expropiación petrolera y del refugio generoso a la República española. Pero sí pensamos que el neoliberalismo y sus defensores están ante una disyuntiva de hierro: o le hacen cirugía mayor a su sistema expoliador para que pueda saldar la deuda de la Revolución con el pueblo, o se enfrentarán, tarde o temprano, a una segunda edición de la rebelión popular.
Ante esta realidad, sorprende y admira que partidos políticos como el PRD, el PAN y el mismo PRI, pregonen a los cuatro vientos que quieren renovarse o refundarse para salir del hoyo en que cayeron, pero que antes tienen que buscar y encontrar las causas de su fracaso. Se dicen sorprendidos, además, por el “fenómeno” López Obrador, y no se explican su arrolladora popularidad.