Esperanza redonda
Nupur tiene 12 años y vive en una habitación diminuta con sus padres y dos hermanos en un barrio pobre de Daca. Ahmed, de clase alta, tiene 14. Vio cómo su padre se degollaba a sí mismo cuando la policía intentaba detenerlo. A ambos, el futbol les ha camb
En Bangladés, un país más pequeño que Uruguay, viven 170 millones personas. Si España tuviese la misma densidad de población, tendría 600 millones de habitantes; Argentina, 3.400 millones; Estados Unidos y China, 11.000 millones cada uno.
Agréguesele la omnipresente miseria, el lacerante sol tropical y que buena parte de este país, incrustado como una uña en el noreste de India, se inunda en época de lluvias, y uno piensa en el aguante heroico que tanta gente debe tener para sobrevivir día tras día en un espacio tan apretado con tan poco para repartir.
Cuando uno alza la mirada y ve que la mitad de las personas que pululan por las aceras, las mujeres, lucen todas vestidos cuya variedad de colores, finura y riqueza floral demuestra que, por más desesperadas que sean sus condiciones materiales, el ser humano siempre aspira a algo más que la estricta necesidad animal.
Esta es la historia dos de estos 170 millones de individuos: una niña de 12 años de clase baja llamada Nupur Akter y un niño de 14 de clase alta al que le daremos el nombre ficticio de Ahmed. Ambos viven en Daca; ambos —como el 90% de la población de Bangladés— son musulmanes.
Rebobinemos a la noche del 10 de septiembre de 2016. Nupur seguramente estaba durmiendo en la cama doble que comparte con sus dos hermanos pequeños. La cama ocupa dos tercios del espacio de la habitación, en la que también duermen su padre y su madre, ambos en el suelo. Esta habitación es el hogar de los cinco miembros de la familia Akter. No hay más. Aquí, en las profundidades de un laberíntico y maloliente slum (barrio marginal) llamado Bauniabandh, cocinan, comen y disfrutan de su único lujo, ver la televisión.
Si Ahmed dormía en ese momento, podemos estar seguros de que se despertó de golpe, preso del pánico. Policías armados de la unidad especial antiterrorista estaban derribando la puerta del piso que compartía con su padre, uno de los hombres más buscados de Bangladés, y con su madre, también en la mira del aparato de seguridad estatal. Ahmed, una pequeña fiera, se lanzó contra los policías con un cuchillo en la mano. Le desarmaron, pero en el caos de la acción su padre tuvo tiempo de cumplir con el propósito que se había planteado en caso de verse a punto de ser detenido: acabar con su propia vida. Con un arma blanca, según informarían las autoridades, se degolló. La madre cayó herida y fue conducida a la cárcel. A Ahmed lo internaron en un centro de menores.
Al día siguiente, domingo 11 de septiembre, el padre de Nupur salió de casa, como de costumbre en un día laboral, a las 5.30. Se dirigió por las callejuelas de su slum, inmune al hedor de las alcantarillas grisáceas que fluyen como pequeños canales por el vecindario, al garaje donde guarda su rickshaw, el triciclo que es su principal herramienta de trabajo.
No carga pasajeros ni ofrece un servicio de taxi, como la mayoría de los conductores de rickshaws: carga grandes bultos de patatas y cebollas, habitualmente de unos 350 kilos de peso, a lo largo de un recorrido fijo de cuatro kilómetros. La hazaña, por la que le pagan un euro, pondría a prueba a un ciclista del Tour de France, pero él la repite, cuando tiene suerte, 10 veces al día.
La madre de Nupur probablemente salió de casa a las siete de la mañana para ir a la fábrica de textiles donde trabaja ocho horas al día, a veces 10, dependiendo de las exigencias de las multinacionales que pagan su sueldo. Nupur era la encargada de dar el desayuno a sus dos hermanos pequeños antes de ir a su colegio, un pequeño cuarto alfombrado, patrocinado por Unicef, donde ella y otros 10 niños aprenden a leer, escribir y sumar bajo la atenta mirada de dos jóvenes profesoras. No es habitual que las niñas estudien en estos barrios pobres de Bangladés, pero es menos habitual aún que, como Nupur, jueguen al futbol. Las tenden- cias más conservadoras del islam se han impuesto aquí, tras un par de décadas de infiltración saudí, y donde más se nota es en la creciente sumisión de las mujeres. Los padres de Nupur aspiran a ir contracorriente: a que su hija no sucumba a la presión social para casarse joven, que no tenga que depender materialmente de un hombre, que logre realizar su potencial y, si Dios quiere, que saque a la familia de la pobreza.
Ahmed y su familia habitaban otro mundo. Desde el día que su madre nació, nunca hubo ninguna duda de que acabaría poseyendo las herramientas educativas para competir a cualquier nivel con los hombres, hombres preparados, como su marido, en el terreno laboral. La madre de Ahmed se crió en el seno de una familia de la élite bangladesí, estudió en una escuela privada cara y, a diferencia del 95% de la población de su país, aprendió a hablar un perfecto inglés. Moderna al estilo occidental en sus costumbres y en su manera de pensar, consiguió un trabajo bien pagado con una ONG internacional. Antes de ingresar en el centro de menores, Ahmed había estudiado no en un pequeño cuartito como Nupur, sino en el edificio grande, blanco e imponente de uno de los colegios privados de más alcurnia de Bangladés. Su futuro estaba asegurado.
¿Qué pasó? Lo que pasó fue que su padre abandonó su proyectado destino burgués y se radicalizó, incorporándose a una célula de fanáticos responsable de la peor atrocidad terrorista de la historia de Bangladés. Él no estuvo presente en el sangriento desenlace del atentado, pero sí formó parte del equipo de apoyo logístico de los cinco yihadistas que el 1 de julio de 2016 irrumpieron con armas de fuego y machetes en uno de los pocos restaurantes de Daca donde cometían el pecado de servir vino. Tras un enfrentamiento con policías y soldados que duró 10 horas, los cinco, todos ellos de alto nivel educativo, cayeron abatidos, pero no sin antes haber despedazado a machetazos a 18 clientes extranjeros y a 4 locales.
La madre de Ahmed compartía el culto a la muerte de los responsables de la masacre.
Las pistas que la policía descubrió después del atentado en el restaurante derivaron dos meses y medio después en la operación que acabó con el suicidio del padre de Ahmed, la encarcelación de su madre y la detención de Ahmed en el centro de menores.
Al llegar a Daca me encontré con un recinto espartano dominado por un edificio de cinco pisos, una gran jaula diseñada para 200 niños en la que comparten celdas 380. La mayoría está a la espera de comparecer ante un tribunal, acusados de tráfico de drogas, robos o asaltos.
Pero aunque el Estado gasta menos de un euro al día por niño en comida, la impresión que tuve hablando con el director del centro y los hombres y las mujeres bajo su mando es que hacen lo posible por ayudarles a reintegrarse en la sociedad, y gracias a Unicef y a la Fundación FC Barcelona, olvidan sus penas corriendo alegremente detrás de una pelota.
Ahmed se había llegado a creer un soldado feroz en una guerra santa, pero llegó a la prisión juvenil con la coraza destrozada, reteniendo en la retina la imagen de su padre degollado, descubriendo súbitamente que en el fondo seguía siendo un niño mimado. Sus nuevos compañeros le asustaban. Muchos de ellos eran fieras de verdad, obligados casi desde que aprendieron a dar sus primeros pasos a defenderse por sí solos y a sobrevivir como fuese, con todas las armas o artimañas a su disposición, en lugares de una pobreza que Ahmed no hubiera sido capaz de imaginar.
Según el informe de Unicef, Ahmed se abstuvo de hablar con los demás niños durante sus primeros meses en el centro, evadió el contacto humano y se refugió en la religión. Como el Profeta exige, rezaba cinco veces al día. No confiaba en nadie. Solo en su Dios.
Todo empezó a cambiar cuando irrumpió en su vida, y en los demás chicos del centro, otra religión, sin promesas de vida eterna, eso sí, pero la más grande del mundo, la que reúne a musulmanes, judíos, cristianos, ateos —a todos, independientemente de sus creencias, razas, lenguas o nacionalidades—.
El instructor físico del centro, llamado Azad, anunció a principios de este año que venía a predicar una nueva doctrina, la del futbol. Concretamente, una variante de la gran fe secular patentada por la Fundación FC Barcelona y propagada con el apoyo de Unicef. Se llama FutbolNet.
Operativo hoy en 25 centros de Bangladés y en 50 países más, FutbolNet aspira no solo a divertir a los niños, sino a fomentar valores elementales para la convivencia pacífica como el respeto, el esfuerzo y la humildad. La metodología de los partidos que disputan los niños es más compleja que la de un juego de futbol ortodoxo. En primer lugar, es obligatorio prestar solemne atención al sermón que les ofrece el instructor antes de salir al campo. Lo que ahí se les explica es que en este modelo didáctico del futbol el equipo que gana no es necesariamente el que mete más goles. Se suman o se quitan puntos según el buen o mal comportamiento de los jugadores. Las faltas y el mal humor se castigan como si fueran goles en contra; el juego deportivo y el trabajo en equipo, medido entre otras cosas por el número de pases seguidos por jugada, pueden contar como goles a favor.
Al principio, Ahmed no quiso participar, pero empezó a sentir envidia de los niños jugadores, hasta que ya no pudo más. Sucumbió a la tentación. Bajó al campo, escuchó las palabras del maestro, se incorporó al juego y ocurrió un pequeño milagro: no solo su actitud hacia los demás experimentó una transformación, sino también su personalidad.
FutbolNet llegó al slum donde vive Nupur. La niña no lo pensó dos veces cuando se le presentó la oportunidad de apuntarse. Más importante aún, su madre y su padre tampoco. Estaban encantados de dar alas a su hija. Vieron orgullosos cómo se lanzó a jugar sin miedo.
“El instante en el que coloqué el pie sobre la pelota por primera vez supe que mi vida había cambiado”, dice.
Logré hablar con Ahmed por teléfono, y aunque al principio de la conversación dio respuestas cortas, cuando le pregunté por el futbol se transformó. “El futbol tuvo un impacto transformador en mí”, dijo de repente, hablando con firmeza y claridad. “Prestaba mucha atención cuando nos hablaba el instructor antes de los partidos, jugaba de centrocampista y ahí, en el campo, aprendí por fin a ser menos ensimismado y menos egoísta. Apliqué esas lecciones en mi vida personal y empecé a ayudar a los demás”.
¿Cómo saliste del centro en comparación a cómo llegaste? “No se puede comparar”, respondió. “Ante todo, acabé siendo amigo de seis o siete chicos con los que jamás hubiera pensado antes que podría congeniar. Entré triste y salí como si fuera otra persona. El futbol es un deporte que te enseña muchas cosas”, cuenta.