Dolor de estómago
Metido a su manera en la arena electoral, el presidente Enrique Peña dijo a fines de abril en la 26 Reunión de Consejeros de Citibanamex, que confiaba en que el juicio ciudadano del primero de julio fuera objetivo.
“Un juicio que no venga necesariamente del estómago, sino de la cabeza, con sentido de responsabilidad, para con nuestra nación”, remachó.
Sonó extraño que un político como Peña cuya ascendencia en cargos fue de la mano de campañas que siempre privilegiaron tocar emociones -y confusiones- de los ciudadanos llamara al “voto racional”.
En su campaña presidencial hace un sexenio Peña exprimió su galanura y hasta su relación marital con la actriz Angélica Rivera como factor de persuasión electoral. Fincó en ello buena parte de su promoción pública incluso antes de ser candidato a la Presidencia.
Peña no es el único que ha insistido en el “voto racional”. O dicho de otro modo que no se vote con el hígado o con alguna otra víscera. Lo han dicho otros dirigentes, jerarcas e incluso intelectuales preocupados por la posibilidad del triunfo del candidato de Morena, Andrés Manuel López Obrador, a quien le atribuyen una simpatía nutrida de la indignación popular por medidas de política gubernamental y la corrupción en la élite que han sido lesivas para millones.
El llamado al “voto racional” viene en mucho de aquellos que han explotado al máximo las bajas pasiones de la política. Los que tejieron una relación de telenovela de un candidato, los que infectaron las redes con alianzas con empresas como Cambridge Analytica para husmear indebidamente en los gustos de millones en las redes sociales...
oposición a la alternativa lopezobradorista, empero, no se ha sustentado en la racionalidad pregonada o en una estrategia definida de contraste sino en una sostenida descalificación. Y lo ha sido por el lado emocional, más en el ámbito de los mensajes denominados negros o de guerra sucia. En el intento de activación de instintos de miedo y de ira, de odio y de arrebato. Ahí ha encontrado, quizás, su ineficiencia.
La activación de las alarmas por el crecimiento del candidato populista son síntomas de la desestructuración de una alianza política que mantenía un orden de cosas y un concepto básico del manejo de la política y de la economía que no se había sentido tan amenazado como ahora.
Esa desestructuración no es atribuible en todo al crecimiento de una candidatura electoral o un movimiento político-social; tiene que ver también con sus propias fisuras, sus desencuentros, sus desgastes que han provocado asimismo un desdibujamiento de sus factores de identidad.
La demonización de un político tachado de anticuado con una cauda de irracionales tras de sí, de fanáticos, de hordas que no dan tregua en redes sociales, empata con la preocupación presidencial de urgir a no votar con el estómago sino con la cabeza. No hay en el opuesto un antagonista político sino un extraño en la comarca, un indeseable venido de otros tiempos y otras latitudes (Venezuela o Cuba quizás) que debiera ser expulsado. Se enarbola una identidad enemiga que debe de unir en su contra pero al final fractura.
La contratación de El Bronco busca lo mismo. Un tipo que a escupitajos hiera y clame por las actitudes extremas que todos los antiamlistas quisieran hacer pero por su presunta racionalidad no son capaces de consumar.
El llamado al “voto racional” viene en mucho de aquellos que han explotado al máximo las bajas pasiones de la política. Los que tejieron una relación de telenovela de un candidato, los que infectaron las redes con alianzas con empresas como Cambridge Analytica para husmear indebidamente en los gustos de millones en las redes sociales; su presunta racionalidad: no voten con el estómago, voten informados, es acompañada de desinformación y manipulación.
El segundo debate realizado anoche introdujo un aroma de confrontación de ideas y de esfuerzos de persuasión. Obvio, apelando a la emoción que tanta carga tiene en la política.
Puede encauzarse un tramo diferente en la campaña donde no prevalezca el trato de menosprecio al ciudadano. Una auténtica confrontación permite adecuadas comparaciones de personalidades y proyectos. Hay suficiente inteligencia para entender con razones suficientemente apasionadas, por quién votar para Presidente, legislador, alcalde o gobernador.