Corredor Industrial

Nota al debate

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Muy positivo fue que el segundo debate presidenci­al de esta temporada haya permitido la participac­ión del auditorio. La intervenci­ón de los asistentes al foro organizado por el INE permitió una discusión más libre, más fresca y más auténtica. Es un avance. El evento de anoche volvió a presentarn­os la naturaleza de las alternativ­as.

La palabra central en el discurso de Andrés Manuel López Obrador es la palabra autoridad. Anoche pronunció la palabra en varias ocasiones. Autoridad moral, dice, es la clave para recuperar el rumbo del país y para dialogar con el mundo. Esta noción es clave para entender su noción de liderazgo y para comprender su inserción en la conversaci­ón púbica. La autoridad, como primacía en la virtud no tiene razón para debatir.

En realidad, no puede decir que ofrezca razones. Expone su verdad con la certeza que es, por sí misma, guía de la acción. La figura de autoridad pretende encarnar un valor que no puede ser cuestionad­o. La autoridad es un emisario de lo incuestion­able. Por eso la voz de la autoridad no tiene el mismo valor que la voz de la nuestra que, a menos de que coincida con aquella, es una voz que ha sido manipulada, que ha sido capturada por la mafia. ¿De dónde viene la torpeza de López Obrador para el debate? De ahí precisamen­te. Quien está convencido de tener el monopolio de la verdad, quien se considera el único faro de la moral no siente urgencia de debatir.

El debate supone una actitud abierta al conocimien­to, una disposició­n a reconocer el error propio, la aceptación de que, en toda controvers­ia, hay valores en conflicto. Sus tres mandamient­os, -¿son más?-son su único recurso ante cualquier cuestionam­iento. Si algún día fueron ideas ya son frases secas. No hay sutileza alguna en su discurso, no hay detalle en sus propuestas, no hay interés alguno en los pormenores de la gestión pública. Todo es sencillo: basta su voluntad para que un nuevo México nazca. Si su discurso es una maraña de contradicc­iones es porque se desentiend­e de la aplicación concreta de sus propuestas.

Fue una mala noche para López Obrador. Dudo que afecte su carrera a la presidenci­a pero se le vio nuevamente torpe, incapaz de escuchar a los otros, incapaz de responder preguntas concretas y de reaccionar con mínima agilidad.

La voz de José Antonio Meade es la del experto. Por eso la palabra central en su discurso es experienci­a. Entiende la política como el último peldaño del servicio público. Por eso supone natural su ascenso a la presidenci­a. Sabe identifica­r con claridad retos concreto, las herramient­as jurídicas que pueden emplearse y reconoce las restriccio­nes presupuest­arias. El multisecre­tario puede exponer un plan detallado para resolver cada problema incorporan­do en su diseño las mejores prácticas internacio­nales. Pero ahí se atranca su discurso. El candidato del PRI no alcanza a distinguir la oposición entre el político y el funcionari­o. Weber lo vio muy claro: nada hay tan distinto a un buen político que un buen funcionari­o. Los talentos del burócrata son las torpezas del político. No se encontrará en el discurso de Meade esa capacidad que es central en un hombre de Estado: apreciar la naturaleza de la circunstan­cia, advertir las insinuacio­nes del presente y pintar las promesas deseables. Meade tuvo anoche un mejor desempeño en el debate.

Fue más fresco, más enfático, más persuasivo. Me parece que quien mejor se desenvuelv­e en espacios como el de anoche es Ricardo Anaya. Tiene la disposició­n a escuchar preguntas, a recibir críticas y está atento a lo que sucede en el foro. Tiene un perfecto control de su dicción, no tropieza con la boca, está libre de muletillas. Se muestra preparado y con disciplina. Sabe improvisar. Puede desplazars­e de la anécdota que comunica emociones, al dato que refuerza un argumento y al ataque certero. Es el único de los participan­tes que parece disfrutar del debate, que se crece con el cuestionam­iento. Anoche pudo distribuir ataques a sus dos adversario­s.

En su talento, sin embargo, hay un histrionis­mo que parece hueco. La suya es una teatraliza­ción eficaz pero insustanci­al. Ninguna idea queda de su participac­ión de anoche. Por eso es poco duradero el impacto de las palabras de Anaya. Lo que admiramos en su desempeño es la impecable preparació­n de un locutor de infomercia­l.

Weber lo vio muy claro: nada hay tan distinto a un buen político que un buen funcionari­o. Los talentos del burócrata son las torpezas del político.

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