Corredor Industrial

Aventurera­s

- Catón

En estos días de confinamie­nto, Armando, he tenido una asidua visitante: la nostalgia. Tu tío Felipe ha vivido mucho, por eso no tiene miedo de morir. Y ha vivido bien, por eso no teme recordar. Recuerdos tengo muchos, todos buenos. Los malos los he olvidado ya. Una cosa recordé hoy. Sentí feo cuando a la calle de San Juan de Letrán le cambiaron su antiguo y bello nombre por el de “Eje Central Lázaro Cárdenas”. Muy merecido el homenaje, claro, pero aquel día, creo, empezaron a morir el ánima y el estilo de la Ciudad de México, urbe preciosa en donde fui estudiante. Estudiante más de la vida que de la escuela. ¡Qué calle amada aquélla, tan llena de historia y de leyendas! Alcancé a ver todavía, por ejemplo, a sus insignes prostituta­s. Los señores de edad solían contarme que en sus tiempos aquellas benemérita­s señoras cobraban un peso por ejercer su noble y caritativa profesión. Un día salió la canción “Aventurera”, de Lara, y las mujeres empezaron a cobrar dos pesos, debido a aquel consejo que les dio el compositor: “Vende caro tu amor, aventurera...”. Los irritados clientes llamaban mal consejero al Músico Poeta y lo acusaban de traidor a su sexo por haber provocado aquella súbita inflación. Entre las damas ambulantes había algunas que se decían francesas. Cuando pasabas junto a ellas te decían en voz baja: “Tgeinta pesos por las tges cosas”. Jamás pude saber, sobrino, cuáles eran aquellas “tges cosas”. Y no por falta de curiosidad, debo decirte, sino de efectivo. Las mexicanas -oí decir- cobraban 10 pesos, pero aclaraban siempre: “Por una sola cosa, la naturalita. Soy puta pero decente”. Gran memoria dejaron también de sí los pachucos, cinturitas, chulos o tarzanes -o sea los padrotes- de Letrán. El de mayor entidad fue Pepe Cora, hermano de Susana, la conocida actriz. Este Pepe fue el verdadero y auténtico “Suavecito” que luego encarnó en la pantalla Víctor Parra. Medía más de 2 metros de estatura, y se movía con movimiento­s pausados y sinuosos, como de serpiente o pantera. Hablaba con voz tenue, sin subir nunca el tono. De eso le vino, quizás, el remoquete. Con el tiempo el Suavecito devino en guardaespa­ldas de Cantinflas, quien disfrutaba mucho haciéndolo narrar las aventuras de su pasado oficio borrascoso. En la calle de San Juan de Letrán había también carpas de espectácul­os. La más famosa, a la que todavía alcancé a ir, era la Carpa “México”. Ahí salía -figura principalu­na señora gorda, la única bailarina que he visto bailar sin despegar los pies del suelo. Se plantaba la profusa dama, rica en carnes, en el centro del escenario; empezaba a sonar la música y ella, inmóvil en su lugar, puesta de perfil, empezaba a agitar las carnes del vientre, el ubérrimo busto, y todas las adiposidad­es de su cuerpo, sobre todo las de la geografía posterior. Así, mirando a la distancia, hierática, sin enmendar terreno igual que los buenos toreros, aquella dama bailaba una fantástica y arrebatada danza que el público saludaba con grandes ovaciones. Artista sin par era aquella señora, y bailarina de gran mérito. Yo la comparo con Ana Pavlova. Claro, dentro de su especialid­ad. Al final de la función se presentaba “una bonita acuarela musical con actuación de toda la compañía”. Invariable­mente el público pedía “La llorona carpera”. Era una canción formada con coplas picarescas: “Si tu marido es celoso / dale a cenar chicharrón, / a ver si con la manteca / se le quita lo ca... lla, mujer calla, / deja de tanto llorar, /que al cabo toda la noche /nos vamos a desquitar.”. ¿Qué seríamos, Armando, sin los recuerdos? Seríamos olvido. FIN.

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