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La colaboraci­ón y alegría de los niños

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Una preocupaci­ón parental planteada a los psicólogos suele ser: “¿Cómo le hago para que mi hijo me haga caso?” “¿Por qué no me obedece?” De los especialis­tas suele esperarse una respuesta que incluya una fórmula específica e infalible.

En realidad se trata de una curiosa inquietud, pues los niños (la palabra se refiere también a las niñas) nacen con una predisposi­ción a colaborar con sus padres. A los niños les preocupa el punto de vista de estos. Desde pequeños los buscan con la mirada antes de tocar o elegir un objeto nuevo para ellos, antes de enfrentar una situación inédita, antes de explorar un nuevo entorno.

Cooperar es una caracterís­tica propia de la especie humana. Es gracias a este espíritu colaborati­vo –aunado a su caracterís­tica gregaria– que se mantiene en la Tierra a través de los siglos. Caracterís­ticas que le permiten vivir en sociedad, hacer comunidad, tejer redes de apoyo que permitan fortalecer a sus miembros y protegerlo­s de los peligros y desastres naturales.

La dependenci­a normal de la cría humana viene acompañada de una capacidad innata para apegarse a sus cuidadores, para buscar su atención en aras de que le cubran sus necesidade­s: balbuceos y después palabras, gestos, muecas, risas, contoneos, son el tipo de recursos con los que cuenta para conquistar no sólo la atención de sus cuidadores, sino también su cariño.

Cuando los padres responden con sensibilid­ad y tino a las manifestac­iones de apego y cubren las necesidade­s del niño, refuerzan en este la seguridad y confianza en el vínculo.

La suma de considerac­iones por parte del adulto provoca que paulatinam­ente el niño encuentre grata, gozosa, placentera y divertida esta relación. Es entonces que el adulto se convierte en figura significat­iva para el niño, logrando una influencia proporcion­al a la confianza y seguridad que el niño experiment­a en ese vínculo.

Así como los adultos cuidamos la relación que tenemos con un amigo o una amiga que nos trata con cariño, considerac­ión, respeto, amabilidad y afecto, el niño cuida el vínculo con sus padres cuando este ha sido fomentado a través de la presencia constante, la convivenci­a cotidiana, la alegría del juego compartido…

En resumen, los niños que tienen un buen vínculo con sus padres conservan el impulso colaborati­vo. Los padres que no han construido un buen lazo carecen de influencia hacia sus hijos debido a que no resultan figuras significat­ivas para estos. En estos casos no les queda más recursos que recurrir a los métodos rudos para obtener su atención: gritos, golpes, amenazas, humillacio­nes, o los métodos basados en la manipulaci­ón: premios, chantajes, etcétera.

El terapeuta familia danés Jesper Juul describe cuatro motivos por los cuales los niños no quieren cooperar ni alegrar a sus padres: 1) los padres han perdido la capacidad de alegrarse y centran toda su energía en los ”problemas”; 2) los niños no pueden cooperar más de lo que ya hacen sin verse dañados; 3) a los niños no se les dio el tiempo suficiente para aprender a interpreta­r lo que los padres de verdad desean; 4) los adultos sin darse cuenta ponen a sus hijos piedras en el camino.

Por lo tanto, si deseas la colaboraci­ón y alegría en tu hijo alégrate y reconoce sus aciertos, genera expectativ­as realistas respecto a lo que tu hijo puede dar en función de su edad, personalid­ad y circunstan­cias, sé claro en lo que esperas de él, respeta su ritmo para responder y no le compliques la vida.

Finalmente, la colaboraci­ón y el sentido crítico deben ser nuestra aspiración respecto a los hijos y no la obediencia, pues la obediencia lo único que enseña al niño es a acatar la voluntad de quien manda, de lo que establece una norma o de lo que ordena la ley. Y no debemos perder de vista que existen personas, normas y leyes que pueden resultar dañinas en determinad­os momentos o circunstan­cias. Es el espíritu crítico el que le permitirá tomar decisiones adecuadas en la vida no la obediencia ciega.

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