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RE FLEC TOR

SE PUEDE SER FEMINISTA SIN PARTICIPAR EN LAS MARCHAS, SIN HABER LEÍDO TODA LATEORÍAAL RESPECTO, SIN SER SOBREVIVIE­NTE DE VIOLENCIA. NUESTRO TRABAJO, FAMILIA, CÍRCULO DE AMISTADES, SON TRINCHERAS DESDE LAS QUE ES POSIBLE EMPRENDER ACCIONES QUE SE TRADUZCAN

- JUANA ADRIANA ROCHA

Declararse feminista es como colgarse una letra escarlata. El término aún está sujeto a connotacio­nes negativas y estereotip­os (como si no bastaran los estereotip­os que ya cargamos como mujeres).

Mientras se minimizan las marchas (“no sirven para nada”) y se condena la iconoclasi­a (“es vandalismo”), la desinforma­ción en torno al feminismo prevalece y el concepto se difumina entre banalidade­s y malinterpr­etaciones.

Se dice que buscamos igualdad cuando ya la conquistam­os, porque podemos votar, acceder a cargos públicos y ser policías, bomberas, astronauta­s, ¿no? Y si queremos igualdad podemos pagar la cuenta de un restaurant­e, cambiar una llanta, abrir la puerta del coche, ¿no?

No se profundiza en los verdaderos objetivos de la equidad de género, porque el tema es mucho más complejo e incómodo, porque al discutirlo tanto hombres como mujeres exhibimos prejuicios, micromachi­smos, los resabios de las ideas con que nos criaron.

Sororidad

La sororidad es la solidarida­d entre mujeres, mostrarnos empáticas, respetar las decisiones de las otras, aunque no exista un vínculo afectivo

Lo superfluo: de por medio. Lo anterior, tomando en cuenta que todas somos parte del mismo sistema que de una u otra forma nos ha violentado.

Es importante dentro del feminismo porque construye una base sólida, la colectivid­ad desde la que sería más sencillo luchar.

¿Cuántas veces hemos escuchado que “el peor enemigo de una mujer es otra mujer”? La cultura machista nos educó como rivales. Los ejemplos son cotidianos y por tanto numerosos. Juzgamos a aquellas que no huyen de una relación violenta sin conocer el trasfondo, criticamos la apariencia de las demás, cuestionam­os sus logros profesiona­les, se desacredit­an testimonio­s de víctimas de abuso antes que cuestionar al perpetrado­r.

Crecimos escuchando que somos dramáticas, demasiado sensibles, frágiles, sin entender que en el estrecho contacto con las emociones está nuestra fortaleza.

A lo largo de los años las mujeres hemos actuado dentro de los códigos fijados por los hombres, que definieron cómo nos percibimos unas a otras. Todas hemos caído en conductas machistas.

La sororidad no significa que todas seamos amigas, pero es una alianza que comienza con el freno a la búsqueda de aprobación masculina, y continúa con el escucharno­s y acercarnos unas a otras, descubrir que tenemos historias semejantes, que existimos fuera de esos códigos.

En la marcha del 8 de marzo de 2023 recuerdo que una profesora llevaba un cartel con la leyenda “mi aula, mi trinchera”. Se puede ser feminista y sorora sin participar en las marchas, sin haber leído toda la teoría al respecto, sin ser sobrevivie­nte de violencia. Nuestro trabajo, familia, círculo de amistades, son trincheras desde las que es posible emprender acciones que se traduzcan en cambios.

Falsos privilegio­s

La situación económica y la apertura a que cada vez más mujeres se desarrolle­n profesiona­lmente, son factores que modificaro­n la dinámica tradiciona­l “hombre proveedor, esposa ama de casa”. Cada vez son más las parejas donde ambos integrante­s trabajan.

Sin embargo, no podemos hablar de equidad mientras derechos como las licencias por maternidad y la licencia menstrual (aprobada en México sólo en Colima, Hidalgo y Nuevo León), se interpreta­n como privilegio­s.

El libro ‘Kim Ji-young, nacida en 1982’ se convirtió en referente del feminismo en Corea del Sur. Su autora, Cho Nam-Joo, narra la experienci­a de toda una generación en un país donde el acceso de las mujeres a la educación y su incorporac­ión al mercado laboral son relativame­nte recientes. La protagonis­ta de la novela, Kim Jiyoung, está por convertirs­e en madre luego de conseguir un buen empleo. Se le ofrece la posibilida­d de entrar media hora más tarde para lidiar con

Lo profundo: las posibles molestias del embarazo, pero ante comentario­s maliciosos e insinuacio­nes de que su condición le da ventajas sobre el resto del personal, decide rechazar el permiso.

Entonces surge la culpa: “Se planteó que quizá les estaba arrebatand­o a sus compañeras los derechos que les correspond­ían. Se encontraba en un dilema, en virtud del cual otras tantas trabajador­as que se hallaban en su misma situación eran tildadas de caraduras si hacían valer sus derechos o debían trabajar más duro que nunca si no querían ser objeto de críticas así”.

Las mujeres que trabajan enfrentan otros obstáculos. Son acusadas de ‘descuidar’ a su familia, sufren acoso, se desconfía de su competitiv­idad, y se les juzga aun cuando escalan en la jerarquía laboral (incluso con mayor rigor).

En la novela ‘La novia ladrona’, Margaret Atwood nos presenta a Roz, empresaria en sus cuarentas, que apoyó la ola feminista de la década de 1960, pero desde su posición de poder descubre una realidad que no se ajusta a la teoría. “Si eres mujer y contratas mujeres, tienes que hacerlas tus amigas, tus cómplices; tienes que pretender que son iguales, lo cual es difícil cuando les doblas la edad. O tienes que ser su niñera. Tienes que ‘maternarla­s’, tienes que cuidarlas”.

Aunque es el punto de vista de un personaje de ficción, podemos interpreta­r que mientras que las relaciones de poder hombre jefemujer subordinad­a son potencial escenario de múltiples abusos, en la dinámica mujer jefa-mujer subordinad­a, se asume que hay cierta protección; este último caso, a los ojos de los demás llega a confundirs­e con dar ventajas a las empleadas. Encontrar el equilibrio: la misión.

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