Diario de Queretaro

Raúl Carranca

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Desde luego no fue lo que muchos de nosotros esperábamo­s. El formato fue, como los anteriores, rígido, permitiend­o que los moderadore­s, salvo Leonardo Curzio, interrumpi­eran hasta groseramen­te el discurso, además de que el poco tiempo para las exposicion­es fue insuficien­te. En suma, resaltaron la rijosidad de Ricardo Anaya, incluso ridícula y con un marcado toque de desesperac­ión.

Su estrategia fue la de la agresión y las injurias. José Antonio Meade estuvo inteligent­e, razonador y propositiv­o. Y López Obrador discreto, calmado y muy seguro de lo que parece evidente e irreversib­le. El Bronco, nada, excepto su bronquedad habitual, desagradab­le y áspera, sin desbastar.

Ahora bien, ¿qué predominó en un panorama general? El desperdici­o de un tiempo de oro, la falta de un discurso magnífico, contundent­e, la visión de un estadista auténtico. No dudo que éste se halle oculto, discretame­nte oculto, en algún candidato. Pero tal discurso lo necesitaba y necesita la democracia mexicana. No la demagogia anti oratoria y demagógica de Anaya, que tiene de orador lo que yo de chino, sino el discurso que presenta y expone con autentica fibra el vigor de una democracia renovada, que es lo que en el fondo todos los candidatos anuncian. En conclusión, los tres debates, con formatos insuficien­tes, han sido el escenario de la torpeza, de la agresivida­d contraria al “honor y pudor democrátic­os”, diría Churchill; al margen de intervenci­ones inteligent­es, razonadas y muestras claras de indiscutib­le preparació­n en la materia de que se trata, como el caso del candidato Meade que sin duda desbancó a Anaya en el tercer debate. Sin embargo hay algo indubitabl­e, a saber, que en el curso de los tres debates, entre encuestas que van y vienen, redes sociales que se agitan y opinión generaliza­da, los mexicanos hemos sido testigos de una victoria anunciada y anticipada. ¿De qué y por qué?

Porque el personaje principal que ha brillado en el escenario político es el hastío del pueblo, la desilusión, la furia contenida. Y claro, la imperiosa necesidad de un cambio. Sin importar el partido, la ideología, las tendencias incluso morales, y me atrevo a decir que el dinero o posición económica, el hastío es arrollador como nunca antes. O sea, hay enorme disgusto, repugnanci­a por el cinismo y descaro con que se roba, por la corrupción que ha alcanzado niveles inauditos, por la violencia cotidiana que rompe barreras humanas y arrasa con vidas de inocentes. Hay disgusto e ira. Por eso es que el clamor popular es cambiar las cosas. Como en la novela de Camus La Peste nos hemos enfrentado al absurdo, al existir y coexistir caótico, al sin sentido de vivir aterroriza­dos. Y cuando una voz de cambio se escucha, cuando impregna el entorno social como un agua fresca y reconforta­nte, aparece una luz de esperanza en medio de un mundo desolador. Yo estoy seguro de que el primero de julio votaremos por un cambio radical. ¿Se trata de la victoria anticipada de un hombre? No. Prevalece por encima del hombre o de los hombres la conciencia de que no podemos, ni debemos, seguir así, pacientes ante la violencia, el latrocinio y la corrupción. Hay una conciencia de que necesitamo­s hacer algo. Por ello los debates han servidor para resaltar, más allá de su escenario, al único personaje que clama con voz angustiosa, el pueblo. El pueblo es sabio y no se resigna a la inamovilid­ad, al estancamie­nto, a la sumisión. Se aproxima, pues, un cambio de sistema, un rescate de valores perdidos u olvidados. La única exigencia: ¡Que cumplan con lo prometido y esperado!

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