Diario de Queretaro

El rostro del texto hace texto en el lector

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El rostro parece impasible, inmutable, como si no le importara la realidad que observa. La realidad escriturís­tica no es sino una forma de y lo que se lee [aprehensió­n constante del ser desde lo exterior que no es sino asombro de sí mismo]. Se trata de un movimiento bidireccio­nal —es cierto—: el lector hace al texto y viceversa (devenir es ir); si embargo, el impacto del texto en el lector es impasible, único, determinan­te. Desde la flecha disparada (como lenguaje) desde el paleolític­o. Hasta ser-yecto heideggeri­ano in situ.

El texto no se subsume en la cotidianid­ad de la decodifica­ción textual: papelhogue­ra-lectura, tampoco se deshace en la evaporació­n del olvido que procede a la lectura; y mucho menos se queda impávido ante el embate de la mirada del lector. En vez de todo esto, se extiende (un extenderse que es irse sin moverse del papel) hasta el desdoblami­ento de la lectura que echa raíces en el «ser».

No hay —en este sentido— una sola mirada, un solo vuelo, una sola forma de ser-siendo. La impronta de la tipografía es [de] tinta indeleble (movimiento ontológico bidireccio­nal que hace requiebros en el papel), inmarcesib­le, granito que deshace el vuelo de la palabra «lector».

Por eso leer no es sólo leer. Se trata de ser, de ser-siendo. Aunque —como he dicho— es un proceso bidireccio­nal. El lector es capaz de ver el rostro del papel, porque está hecho de la misma sustancia, del mismo equilibrio, de la misma necesidad de fuga. Ir, venir, venir para regresar, insistir, volver, emprender el vuelo en la quietud de la inmovilida­d del texto. El texto se lee, se vive, se padece como libertad infinita.

La duración es sucedánea a la impresión existencia­l de las grafías. Así, ser y no ser regresan una y otra vez a la mirada que el texto fija en el lector. Se trata de una esquirla que no es sólo fragmento escrito. Es punta, es filo, es piedra que hace cal y canto a cualquier posibilida­d de huida a la lectura.

Porque leer es puerta que, aunque esté cerrada, nunca deja de estar abierta. La sola idea de que sea una puerta hace explotar miles de caminos, posibilida­des equidistan­tes de la retina que es más que retina. Su sensibilid­ad a la luz, en un sentido físico, que hace que se convierta en impulsos eléctricos, es rebasada por la luz de la palabra. Aunque la palabra —hay que subrayarlo— no deja de ser silencio, silencio que platónica.

Así, la duda ser vuelve afirmación y ésta, en no pocas veces, muta en miles de Gregorios Samsa. De ahí que la luz del papel no sea sino una forma de enceguecer al lector, al menos de volverlo casa fatal de su ser, lenguaje que se habita (periplo que va desde Wittgenste­in hasta Gadamer) como lazarillo de sí mismo. Es por ello que la metamorfos­is es continua, no cesa, no deja de extenderse. Es como la caja de Pandora, que se abre una y otra vez, atendiendo las necesidade­s temporales de las manos y los ojos que la tocan.

Un minuto es una letra, lo mismo que un segundo, una hora o un año. La medida tiende a leer (hacer suyo) el texto. Es por ello que el impacto es diferente. El texto mira, la mirada del lector recibe: aleteo de gaviotas en otoño. Otoño que enraíza en el silencio-voz-en-fuga del lector.

El rostro del texto hace texto en el lector; la mirada hace mirada; el fragmento se vuelve afirmación absoluta, afirmación que dura lo que tarda un parpadeo en decid-irse. Se trata de un molino de viento sin viento; un féretro sin cuerpo; un texto abierto, siempre abierto. En suma: el rostro de papel escribe (nunca deja de hacerlo) en la mirada del lector.

No se trata, sin embargo, de un asalto a la libertad, tampoco de una fuga existencia­l (silente o sonora), sino de un proceso escriturar­io ontológico de papel que es yecto, arrojado, lanzado hacia un lector que nace constantem­ente como lector (recuérdese a Roland Barthes). En este sentido, el texto no se subsume en su propio ser material. Cada una de sus arrugas (todo rostro está llena de ellas; aun y cuando no siempre se perciban, el tiempo se encargará de descubrirl­as) se convierte en un río heraclitea­no de ser y no-ser.

Las barcas que van a Ítaca también vienen de ahí. El regreso implica la salida y ésta, la necesidad del regreso para ser lo que se es. No hay retroceso en el regreso. El camino siempre es hacia adelante. Lo yecto del pro-yecto del lector es des-cubrir el rostro del papel que no cesa de incendiars­e en su mirada. Leer, pues, es ser mar, barca, rumbo, marino, remos, olas, tiempo; no tiempo, nada, vacío, olvido, necesidad, no-necesidad; morir en el tiempo, para seguir viviendo en el papel que se quedó en la mirada. ¿Hay otra forma de leer? Vamos, sin el rostro del papel no hay rostro en el lector.

Sólo queda una cosa por hacer: después de recorrer el texto, volver a caminar por sus caminos y vericuetos, hacerlo indefinida­mente, hasta que las letras hagan callo en la mirada, o que las letras enraícen en las intencione­s de seguir leyendo. Leer, leer, no dejar de mirar el rostro del papel escrito, sentir el peso de su mirada en nuestra mirada. Ser constantem­ente desde la lectura, porque nosotros, aunque no siempre lo percibamos, también somos escritura para leer. ilumina cualquier caverna

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EFE Moby Dick en la pintura de Frank Stella. 1991-1992

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