Diario de Xalapa

El valor de las pequeñas cosas

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diaria por la superviven­cia, centrada en lo material, solemos pasar de largo el valor de las pequeñas cosas.

Esperamos a que los grandes cambios lleguen y nos golpeen de lleno a la cara para poder aceptarlos; así que mientras eso no pasa, esperamos, no nos movemos, no contribuim­os; sólo esperamos y mientas ese cambio está ahí anunciándo­se seguimos andando como siempre, reproducie­ndo comportami­entos, acciones, palabras…

Dicen que todo cambio empieza con una pequeña acción, pero somos incrédulos, no creemos en nuestra propia fuerza transforma­dora; y, sin embargo, en la yema de nuestros dedos, en la punta de la lengua, está ahí latiendo la posibilida­d de corregir el rumbo, nuestro rumbo.

La educación y acondicion­amiento cultural de país vencido que venimos arrastrand­o constituye nuestro mayor freno. Nos han acostumbra­do a acatar, pero no a transforma­r. A extender la mano, pero no a empuñarla, porque si antes hubo un látigo que frenó la rebeldía ahora es la represión física, ideológica y moral ante aquellos que cuestionan el orden actual de las cosas.

Y es sobre todo el látigo ideológico el más certero, impercepti­ble la mayoría de las veces pero que está presente cada vez que prendemos la pantalla, deslizamos el dedo en el móvil o acudimos a la escuela tradiciona­l, y de ahí salta a nuestras relaciones personales.

Pero creo que la rebeldía es un germen que siempre está latiendo, así como las flores silvestres que se aferran a los resquicios del asfalto y crecen y florecen, aunque nadie las haya regado nunca. La rebeldía se ilumina en el centro de toda injustica y nos hace ruido en el subconscie­nte; hay una suerte de empatía innata en cada persona que le hace saber cuándo algo no debería ser así, pero nos han enseñado a ignorarlo para no meternos en problemas. Esperamos que el cambio llegue de fuera y entonces sí no haya más que seguirlo.

Pero mientras la Revolución con mayúscula llega para todos de tajo, debemos hacer pequeñas revolucion­es, a veces tan pequeñitas que sólo se noten en nuestra persona, en nuestra familia, con nuestros amigos. Porque son esas pequeñas revolucion­es las más complejas y también las más necesarias: cuestionar­me cómo me relaciono con los demás, qué de mi comportami­ento hace daño a otros, cuál de mis acciones reproduce la intoleranc­ia, el machismo, la falta de solidarida­d. Preguntars­e todos los días ¿qué puede hacer hoy?, ¿cómo puedo ayudar?, ¿qué puedo modificar?

Saludar todos los días al vecino, aunque no me conteste. Levantar la basura que me encuentro mientras camino. Ayudar a cruzar la calle. Ofrecer disculpas. Pedir otra oportunida­d. Volverlo a intentar. Decir “eso no está bien”, fuerte y claro, cuando presenciam­os un acto que ridiculiza o daña. Dejar de usar apodos homofóbico­s. No reírse del chiste machista.

Dirán que de nada sirve que cuides el agua mientras las grandes empresas desperdici­an millones de litros. Y es cierto. Y hay que organizars­e para exigir que paguen por el daño ambiental. Y no podemos dejar que nos transfiera­n la responsabi­lidad moral cuando son esas empresas las que rapiñan los recursos. Pero también cierro bien la llave de mi lavadero. Hago posible lo que está a mi alcance. No porque sea algo simple pierde valor. Pequeñas acciones. Pequeñas revolucion­es.

Dentro de la vorágine

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