La Palabra de Dios en la Iglesia
No es mi deseo escribir una historia de la Iglesia, ni me creo capaz de hacerlo, ni sería posible es este espacio; quiero sí compartir contigo, lector amigo, una revisión breve del camino de la Palabra de Dios en una apretadísima síntesis de la historia de la Iglesia; acompáñame…
Después del siglo primero existía un desorden deplorable en los escritos del Antiguo y el Nuevo Testamentos, los había en arameo, en griego y en hebreo, pero como se escribían como cada quien podía y no había una autoridad que regulara su contenido, se producía una gran desorientación, que no dejó de ser percibida por el papa Dámaso en 380, año en el que el Imperio Romano adopta la fe cristiana y, para celebrarlo, el Papa decidió poner orden en el Antiguo y el Nuevo Testamentos.
Por diferentes razones había tenido contacto con un políglota que hablaba el arameo y el griego, y escribía con gran elegancia el latín, un monje llamado Jerónimo de Estridón (San Jerónimo), a quien encomendó la tarea de traducir la Biblia al latín. La tarea era enorme, tan grande que consumió más de 20 años de la vida del monje.
Hay que recordar que además de ordenar, tenía que escribirse a mano en delgadas porciones de piel llamadas pergaminos (el describir tan sólo el proceso para lograr una hoja ————— (*) Director de los Talleres de Lectio Divina escrita en pergamino, agotaría el espacio de este artículo y también la paciencia de mi lector). Sin embargo, San Jerónimo logró la traducción y la tituló Vulgata, por su deseo que hasta el vulgo pudiera leerla.
Desgraciadamente su intención de divulgar la Palabra de Dios no se llevará al cabo porque los romanos ciertamente hablaban latín, pero en 402, apenas entregada la Vulgata al papa Atanasio, los Bárbaros invaden Italia y la sede del Imperio se traslada a Ravena, y en 410 se lleva al cabo el saqueo de Roma por la tropas de Alarico, con lo cual desaparece casi sin ruido el Imperio Romano de Occidente.
En unos siglos más, el latín va convirtiéndose en el lenguaje de las clases elitistas y la Iglesia va a adoptarla como su lengua propia, sin percibir que los fieles bautizados, al no comprender ni el evangelio dominical, no logran nutrirse de la Palabra de Dios, haciendo ineficaz su proclamación en las misas.
Esta insensibilidad de la Iglesia va a continuar varios siglos, en los cuales la Sagrada Escritura será mantenida por orden canóniga en latín, dejando a los fieles en una penumbra en la que toda especulación cabía.
Un siglo después de la Vulgata, San Benito de Nursia funda la primera orden monástica de occidente en la que a veces los monjes acompañados de su Abad salían a predicar en lenguas vernáculas a los habitantes cercanos a sus monasterios. En tres siglos Europa va a cubrirse de monasterios benedictinos y de otras órdenes, en algunos de los cuales se copiaban Biblias a mano.
Es de justicia decir que algunos canónigos percibieron con claridad el foso que se abría entre la Iglesia y los fieles; por ejemplo en el siglo XII, cuando se construyeron las grandes catedrales góticas de Francia, los enormes ventanales fueron cubiertos con vitrales, los cuales, bajo la dirección de los canónigos, tuvieron como temas escenas de la Sagrada Escritura.
Esos vitrales fueron llamados “la biblia de los pobres” porque fueron utilizados para catequizar a miles de fieles iletrados que así comprendían lo que les era dicho en la homilía desde el púlpito.
En el siglo XVI aparece la figura de Lutero (del cual hablaremos después) quien, respecto de la Biblia traduce al alemán el Nuevo Testamento como parte de un movimiento llamado Reforma. La Iglesia respondió con un movimiento llamado Contrarreforma, que en relación con la Sagrada Escritura endureció el acercamiento de los fieles, incluso letrados, al extremo de negarles su lectura. Esta posición intransigente de la Iglesia va a mantenerse durante 4 siglos, hasta la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II, del que ya hemos visto la enconada pelea para lograr que se tradujera.
Lo que ahora nos sucede era de esperarse: 16 siglos ayunos de la Palabra de Dios ha hecho costumbre el ignorarla, somos católicos de misa dominical y eso por obligación; a esto agreguémosle que nuestra Iglesia de Yucatán sigue enclaustrada entre las paredes de sus templos ignorando que seguimos siendo tierra de misión.
No puedo resistir el compararla con San Pablo sentado a las puertas de Corinto, esperando que vinieran por él para predicar... Así, jamás se podrá detener la hemorragia de católicos que nos abandonan atraídos por gentes que donan un año de su vida para misionar en los pueblos y en las calles de Mérida, donde convencen por sus conocimientos de su Biblia (Reina-Valera) y sobre todo por cómo viven su cristianismo.
San Jerónimo decía: “desconocer la Escritura es desconocer a Cristo” y hoy, a 20 siglos del Calvario, Jesús sigue siendo casi un desconocido en Yucatán.— Mérida, Yucatán.