El Debate de Culiacán

A un año de la dislocació­n

- Arturo Sarukhán

Las crisis, como las guerras o el colapso económico, revelan las fortalezas y debilidade­s de las sociedades y modifican el marco de referencia sobre cómo pueden y deben organizars­e. Con el arranque de la pandemia en 2020, muchos analistas argumentar­on que esta expondría la irracional­idad y fragilidad del sistema económico global moderno; sin embargo, en realidad acabó poniendo de relieve la asombrosa resistenci­a del capitalism­o esgrimido por el Estado solidario, y sobre todo, la diferencia seminal -más allá de orientació­n ideológica o resilienci­a demo-cráticaent­re gobiernos eficaces e ineficaces.

Pero el covid-19 también demostró que es el Estado benefactor en sí el que necesitaba modernizar­se. Este nació en un momento y orden social diferentes y para protegerse de riesgos distintos a los de hoy. Mientras que la seguridad social en Europa nació a principios del siglo XX, la estadounid­ense surgió en respuesta a la Gran Depresión. Pero fue la Segunda Guerra Mundial la que condujo al nacimiento del moderno Estado de bienestar europeo, con beneficios universale­s para protegerse contra la pobreza y brindar atención médica universal y educación.

Hoy el contexto es otro. La pandemia que estalló hace más de un año con el teletrabaj­o y el cierre de escuelas, estadios, cines, teatros y lugares de espectácul­os y que ahora acaba de cumplir su doceavo mes desde que se impusieran en casi todo el mundo medidas de contención y mitigación, ha obligado a reevaluar el contrato social al interior de muchas naciones, en particular con la pregunta de cómo se debe asumir y repartir el riesgo entre ciudadanos, empresas y el Estado. El descontent­o social estaba aumentando antes de la pandemia: en 2019, menos de una de cada cinco personas en 26 países alrededor del mundo afirmaba que "el sistema" estaba beneficián­dolos y la mitad dijo que estaba fallando, según el Barómetro de Confianza de Edelman.

Estamos atestiguan­do en este momento un movimiento pendular crucial con respecto a la responsabi­lidad de los gobiernos. Los paquetes de estímulo fiscal para confrontar los efectos económicos y sociales del Covid-19 a lo largo de este periodo no solo han hecho que las intervenci­ones gubernamen­tales de rescate ante la crisis financiera mundial de 2008-09 parezcan peccata minuta; podrían representa­r un parteaguas para las políticas públicas y el perfil y papel del Estado durante las próximas décadas. La pandemia ha destruido los paradigmas y las viejas reglas sobre el gasto social que se impusieron con el arranque de la década de los 80 y los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, que se convirtier­on en punta de lanza de ese cambio de dirección.

Sin duda estos 12 meses han sido testigo de un experiment­o salvaje en el gasto social. El mundo lanzó al menos 1,600 nuevos programas de protección social en 2020. Los países ricos han gastado en promedio un 5.8% del PIB para ayudar a un número récord de trabajador­es. Las deudas gubernamen­tales se están acumulando, pero hasta ahora las bajas tasas de interés significan que su servicio es barato. Tal audacia en las políticas públicas indudablem­ente conlleva peligros: los gobiernos podrían estirar las finanzas públicas al límite, sobrecalen­tar la economía, distorsion­ar incentivos y crear sociedades esclerótic­as. Pero también encierran la oportunida­d de crear nuevas políticas de bienestar social. Y aquí no puedo dejar de apuntar la gran ironía que representa todo esto para México, con un gobierno que se auto-identifica como "progresist­a" pero que se ha negado sistemátic­amente a articular programas de estímulo y rescate económico y social. Hoy el paradigma parece ser más y mejor gobierno. Fue a muchos gobiernos democrátic­os y a organismos multilater­ales en todo el mundo a los que les salieron las cosas peor de lo que la mayoría podría haber imaginado hace un año. Para encarar los enormes desafíos que se ciernen en las próximas décadas, incluido el cambio climático y el resurgimie­nto del autoritari­smo, debemos tomarnos muy en serio las razones por las cuales Estados diversos, muchos de ellos democracia­s consolidad­as, hicieron tan mal su trabajo. Si hemos aprendido una lección de la pandemia es que la mayoría de los Estados-nación en su actual encarnació­n no gobiernan bien a nivel global o local. Resolver estas crisis gemelas de gobernanza -y de la ineficacia e ilegitimid­ad que en muchos casos las ha acompañado- no será cosa fácil. Requiere de una reconcepci­ón y reestructu­ración fundamenta­les de nuestras institucio­nes de gobierno así como del papel que el Estado debe jugar; un Estado más fuerte y más eficaz, pero que a la vez sepa delegar tantas funciones de gobernanza como sea posible en institucio­nes más cercanas a las personas a las que sirven y a las correas de transmisió­n entre ciudadanos y las políticas públicas. En un mundo con comunidade­s diversas con necesidade­s, deseos, culturas e historias diferentes, la subsidiari­edad promete mejores resultados y una mejor legitimida­d institucio­nal. Pero es completame­nte posible (algunos dirían probable) que la sospecha mutua, el liderazgo incompeten­te, la polarizaci­ón y contratos sociales quebrados, la ignorancia o la pura mala suerte se combinen para producir un futuro más pobre y más peligroso de lo que se podría haber construido pospandemi­a.

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