El Debate de Guasave

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

- Catón armandocat­on@gmail.com afacaton@yahoo.com.mx

Una vez. Tal es lo generalmen­te acostumbra­do. Dos veces. Lo explica el ardimiento de la noche de bodas. Tres veces. Eso se pasa ya de la normalidad. Cuando la recién casada le pidió a su flamante maridito que lo hicieran una cuarta vez él se declaró incapaz de obsequiar tal deseo, y cayó, exangüe y agotado, de espaldas en el tálamo nupcial. Inmediatam­ente la desposada llamó por el celular a su mamá y le dijo contenta y orgullosa: "¡Mami! ¡Acabo de descubrir que las mujeres no somos el sexo débil!". Babalucas le contó a un amigo: "Me compré un reloj muy fino". Preguntó el otro: "¿Qué marca?". "Pos las horas, pendejo -se enojó el tontiloco-. Es reloj, ¿qué querías que marcara?". La esposa de don Languidio le confió a su vecina: "Mi marido ya no es el mismo desde que le cayó en la entrepiern­a aquel ablandador de carnes". (No le entendí). La linda chica se probó el pantalón en el vestidor de la tienda. Salió y le dijo a la vendedora: "Me aprieta tanto que apenas puedo respirar. Me lo llevo". Don Martiriano le comentó a doña Jodoncia, su señora: "La parte que me gustó más de la película fue cuando la mujer de la fila de adelante te dijo que te callaras". Grande fue la sorpresa de Pasita al encontrar a su marido, hombre de 70 años, en conjunción carnal con una estupenda morenaza. Antes de que la atónita señora pudiera pronunciar palabra le dijo su consorte: "El médico lo único que me prohibió fue el cigarro y el alcohol". Don Cucurulo, senescente caballero, cortejaba con discreción a la señorita Solia, célibe de muchos calendario­s. Una tarde la invitó al cine. En la oscuridad de la sala le dijo ella a su cortejador: "Cucú: si va usted a ponerse atrevido apúrese, porque la película ya va a terminar". No sé si en el Cielo lean periódicos. De ser así espero que esto no lo lea mi tía Crucita, que segurament­e vive en la morada celestial. Dos cualidades tenía ella: la buena sazón y la humildad. Llegaba yo, muchachill­o de 8 años, a comer en su casa campesina después de haber pasado toda la mañana corriendo con mis primos por el campo, trepando a los árboles del huerto y chapoteand­o en el estanque de las ranas. Le decía a aquella bonísima mujer: "¡Qué comida tan sabrosa, tía!". Me explicaba: "Es que está guisada con salsa de San Bernardo". Le preguntaba yo, curioso: "¿Qué salsa es ésa?". "El hambre, Armandito; el hambre". Mi tía Crucita nació en la Laguna de Sánchez, poblado de Nuevo León que en los pasados tiempos tenía mucho trato con el Potrero de Ábrego. Ahí se elaboraba clandestin­amente un mezcal que con dos tragos te hacía olvidar todos los quebrantos del cuerpo y casi todos los del alma. Las fachadas de las casas estaban adornadas con altorrelie­ves -un barco de vela; un ramillete de flores; un caballo- que los lugareños hacían con una pasta de arcilla blanca. A la distancia el pueblo parecía de cristal. Por dentro las viviendas albeaban de limpias, y en todas había colchas y manteles tejidos en labor de gancho por las hacendosas mujeres del lugar. Cuando llueve mucho una gran extensión de tierra se llena de agua -generalmen­te eso es lo que llueve-, y se forma una laguna que da su nombre al sitio junto con el apellido de su fundador. Dije que espero que mi tía Crucita Sánchez, desde luego- no lea esto en el Cielo. Sucede que en el incendio de la sierra las llamas amenazaron en tal modo a la Laguna que sus habitantes tuvieron que ser evacuados. Si mi tía se enterara de esa tragedia que arrasó los bosques de la montaña segurament­e lloraría de pena. Por eso borraré este artículo cuando mis cuatro lectores acaben de leerlo. FIN.

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