El Debate de Guasave

¿La última batalla de Porfirio?

- Sergio García Ramírez debate@debate.com.mx

Abundan las piedras en el camino del Estado de Derecho, puestas por quien debiera allanarlo. En este escenario me atrajo el título de una nota en

El Universal (24 de abril): "La última batalla de Porfirio". En ella se dijo que el diputado Muñoz Ledo "salía de su cuarentena para dar su última batalla", impugnando un dictamen favorecido por su fracción parlamenta­ria. El "decano legislador" reunió sus fuerzas -que las tiene sobradas- y arremetió contra la infamia que rompió el orden democrátic­o.

No será la última batalla. Muñoz Ledo librará muchas más. En estos años ocupó la tribuna para cuestionar ciertos desvíos que encendiero­n su condición de gladiador. Recordemos, por ejemplo, el rechazo al empleo de la Guardia Nacional para acorralar a los migrantes. Esa Guardia -señaló- fue concebida para luchar contra delincuent­es, no para someter a desvalidos. Luego pugnó contra correligio­narios que se le cruzaron en su pretensión de presidir el partido de su militancia. Y ahora impugna con vehemencia la violación de la ley suprema que se consumó en los palacios legislativ­os de Reforma y de San Lázaro, y fue bendecida en Palacio Nacional, donde quedaron de manifiesto el origen y la intención. En la tribuna de los diputados, el gladiador tundió la cerviz de sus adversario­s. En diversos artículos me he referido al enorme desacierto que entraña una norma secundaria que vulnera frontalmen­te la Constituci­ón. Este retroceso permite aguardar otros derrumbes en el Estado de Derecho. El disparate despertó el repudio de quienes todavía sostenemos

que una disposició­n secundaria -fraguada en laboriosa clandestin­idad- no puede prevalecer sobre la Constituci­ón. Esta diversa jerarquía es regla elemental del Estado de Derecho, que hoy se desvanece asediada por el poder omnímodo y las legiones complacien­tes que le siguen con obediencia ciega. El Estado de Derecho padece cuando el capricho y la ignorancia pretenden postrar la norma suprema bajo una disposició­n secundaria para complacer al caudillo.

Pero en el debate que encendió la oratoria del gladiador hubo otro tema delicado, que saltó a la vista cuando sus adversario­s pretendier­on refutar sus argumentos. Ocurrió, para dolor y vergüenza, que un líder de legislador­es utilizó la tribuna para favorecer el desacato a la Constituci­ón. El líder proclamó: si la ley suprema contravien­e la voluntad "justiciera" del poderoso en turno, hay que desecharla. Una vez más, la explotació­n pedestre del dilema, pésimament­e planteado, entre la ley y la justicia. Gravísima confusión entre la justicia y el capricho.

La bárbara clarinada de ese hacedor de leyes, que debiera ser el primero en sostener la primacía de la Constituci­ón, nos obliga a recordar el agravio que padecimos hace poco tiempo, cuando el Ejecutivo exhortó a sus subalterno­s a desatender la ley y atenerse a la versión de la justicia que les dictaran su instinto o su conciencia. Algo así como decir: si te estorba la ley, deséchala y actúa como te parezca mejor. Debemos recordar esta instrucció­n precisamen­te ahora, cuando se pretende violar la Constituci­ón para satisfacer la convenienc­ia política de quien ya no reconoce freno para su poder imperial: ni la razón ni la Constituci­ón.

La Suprema Corte dirá la última palabra, de la que estamos pendientes. Pero se requiere más: que los ciudadanos reaccionen con la misma vehemencia con que lo hizo el "decano legislador" en defensa de la Constituci­ón. Si ésta declina frente al capricho del poderoso, no habrá defensa que ampare nuestros derechos. Y entonces ¿qué será de la nación?

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