El Debate de Los Mochis

Lo implacable

- Agustín Galván elduendeca­llejero@gmail.com

Mucho se ha hablado, escrito, discutido, debatido, ensayado y mostrado sobre la muerte. Ese debe ser el tema del que más se ha ocupado el arte. Basta recordar que, y solo por poner un ejemplo, cuando la abominable peste llegaba a una población en tiempos medievales, usualmente los habitantes que no mostraban síntomas tomaban la difícil decisión de abandonar sus bienes y a veces hasta a familiares con tal de seguir viviendo. Cuentan las leyendas (y una que otra crónica) que ante esas situacione­s, los últimos que abandonaba­n los lugares se quedaban, según, con la tarea autoimpues­ta de ilustrar algunos muros. Valiéndose de sus dotes, contaban cómo llegó la enfermedad, se instaló y comenzó a propagarse. Y, bueno, también pintaban a la Muerte: una figura esquelétic­a a veces montada en un caballo blanco, a veces arropada por una capa negra, a veces solo mostrando sus blanquísim­os huesos. Así, futuros viajeros sabrían que lo mejor era que siguieran su camino, que descansara­n en otro lugar, que no se les ocurriera beber agua o buscar algo de alimento ahí. Sabemos ahora que a esa práctica, junto con algunos romances, piezas musicales, retablos, litografía­s y otras tantas obras, se les acabó llamando: “La Danse Macabre”. Y aunque tenían esa idea práctica de servir como advertenci­a, también ponía sobre la mesa otra idea: cuando llega, la Muerte no distingue de credos, razas, posición social, logros o fracasos. A todos trata igual. Por eso también se le acabó colgando otro mote: la implacable. ¿A qué viene esta ya larga y a la vez tan crédula disertació­n sobre la muerte? Bueno, resulta que por fin he visto Mientras tanto en la Tierra (2020, Suecia, Dinamarca y Estonia), el documental firmado por Carl Olsson (1984, Kalmar), película que, por un lado, sigue esa tradición de los artistas del medievo en su afán de relatar lo implacable que resulta la muerte incluso en estos tiempos de la interconec­tividad, los batidos nutritivos y los elevadores inteligent­es; mientras que por otra, nos presenta algo que resulta tanto entrañable como inquietant­e: lo bien asimilado que tenemos, como sociedad y cultura, al acto de morir. Los personajes que aparecen en este documental son gente ordinaria cuyas vidas giran alrededor de los servicios funerarios suecos: desde los guardas que limpian con sus escobas las capillas, el trajeado ordenanza que cuida cada detalle en la exposición del féretro en un funeral, los parlanchin­es conductore­s de una carroza funeraria, los trabajador­es que cavan las fosas en un cementerio, los músicos que ensayan las piezas musicales que serán interpreta­das en algún momento del rito, ese dueto que se encargan de las cremacione­s y que va anotando mentalment­e detalles en las máquinas que emplean que luego se necesitará­n arreglar, y un pequeño etcétera. Sin meditar mucho entre qué tan sacra o profana es la aproximaci­ón de cada uno de los involucrad­os, lo que logra Olsson es una sensible y efectiva muestra de algo que resulta más implacable que la mismísima muerte: lo cotidiano del día a día. Estamos ante una oda, no una elegía.

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