La nueva CDMX
Amuchos la pandemia nos hizo pensar que el único lugar seguro era nuestra casa, otros hicieron maletas y se escaparon a conocer el mundo con todo y sus ocho horas de trabajo a cuestas; hoy vemos a algunos en la capital de México tecleando sus computadoras y cerrando negocios cuyas ganancias serán depositadas en algún banco foráneo. En mi caso, antes de adquirir ese miedo caminaba por las calles de la CDMX y los únicos extranjeros visibles eran los que me seguían como mascotas leales a su dueño porque el grupo de periodistas que guiaba quería conocer la oferta de aquella metrópoli. Mi trabajo era conseguir que sus textos en The New York Times o en El País fueran tan buenos como para atraer al turismo internacional. Es decir, tenía que compartir lo mejor de este lugar: Evitar que vieran las transacciones, que se llevaban a solo unos metros de nuestro andar, para obtener sexo pagado o que escucharan a las manifestantes del zócalo. Ello permanece, pero a estas escenas se han agregado otros espectáculos cuyos protagonistas comparten algunas de las nacionalidades de mis compañeros de antaño. Si me visitaran de nuevo, sus artículos serían distintos porque así luce la nueva Ciudad de México.
¿Cómo describir a lo que me refiero?, es una mezcla de la belleza que dejaron las casas porfirianas en las otroras elegantes colonias como la Roma y la Condesa y sus nuevos transeúntes multirraciales que caminan ataviados con pantalones cortos y tenis a lado de señoras locales, de la tercera edad, con zapatos a juego con sus bolsas. A esta población flotante y numerosa es fácil identificarla porque uno sabe si los peatones son connacionales o se trata de seres descubriendo un pedazo de mundo. Lo que sorprende es que en una acera de estas zonas de la ciudad los mexicanos podemos ser minoría. Pero para la fortuna de propios y extraños, ahí, en medio de la estampa de la globalidad, siguen estando el abarrote, la recaudería y la vulcanizadora donde se hacen talachas. Ellos no saben si este último servicio logra extirpar de una llanta una tachuela o si se trata de un embrujo latino para ahorrar gasolina. Y mientras lo averiguan, nosotros vemos como su presencia aumenta. Lo constaté un viernes de quincena mientras entregaba mi libro Tiempo en piedra a los medios de comunicación que me están entrevistando. Entre las oficinas del Universal y los estudios de Radio Acir reconocí a la capital: Nunca imaginé encontrarme comensales extranjeros en la colonia Narvarte. Dando vueltas al volante imaginé posibles respuestas y me hice muchas preguntas. Tal vez les guste su cercanía al Centro Histórico o sus calles anchas y arboladas. ¿O será porque la vivienda es más barata que en la San Rafael, la Cuauhtémoc o la Juárez? ¿Se sentirán atraídos porque los letreros de algunos comercios siguen siendo cajas de luz fabricadas en los años cincuenta? ¿O se pensarán en casa por qué ahora los salones de belleza se llaman Barbery & Beauty y en las panaderías se vende pan de masa madre? No lo sé y tampoco sé si a sus habitantes locales les gustaría que su barrio siguiera siendo como la colonia Del Valle donde los comercios siguen ofreciendo productos y servicios para el vecino local. Reitero lo desconozco, pero algunas manifestaciones de los que sufren la famosa gentrificación (los especialistas señalan que es un fenómeno de reconquista de las áreas centrales y consolidadas de las ciudades por el poder económico) me hacen, de nuevo, imaginar posibles respuestas.